¿Sabes? Mucha gente se queda solo en Budapest, pero si me preguntas qué hacer de verdad, te diría que te escapes un día a Esztergom. Imagina que te subes a un tren, o a un bus, y la ciudad se va haciendo pequeña detrás de ti. Al principio, sientes el traqueteo suave bajo tus pies y el zumbido constante del motor, un ritmo que te mece. Luego, el aire cambia; se vuelve más limpio, y el verde de los campos empieza a envolverte. Dejas atrás el asfalto y las prisas, y cada kilómetro te acerca a una calma diferente. Es como si el tiempo se ralentizara con cada curva de la carretera, preparándote para algo grande. Para llegar, lo más fácil es tomar un tren desde la estación Nyugati de Budapest, o un autobús desde Árpád híd. El viaje dura poco más de una hora, y te aseguro que cada minuto merece la pena.
Cuando llegas, la primera cosa que te golpea es la escala. No es algo que se vea de repente, sino que va apareciendo. Primero, la intuición de algo enorme en el horizonte, luego, la silueta se define. Y cuando ya estás cerca, la sientes. Imagina que te paras a sus pies y tienes que inclinar la cabeza hacia atrás, mucho, para que tu mirada pueda abarcarla. El frío de la piedra se cuela por el aire, una sensación de antigüedad que te envuelve. El eco de tus propios pasos, y los de otros, reverbera suavemente, creando una atmósfera de respeto. Es la Basílica de Esztergom, y te aseguro que su tamaño te empequeñece de una forma que pocas veces experimentas. Es el punto central, y te orientarás por ella sin problema.
Una vez dentro, la luz es lo primero que notas. No es una luz cualquiera; es una luz difusa que se filtra por los ventanales altos, creando un ambiente solemne. Puedes sentir el frío de la piedra bajo tus dedos si tocas las columnas, y el olor a incienso y a historia, una mezcla dulce y terrosa, impregna el aire. Te mueves en un silencio que solo se rompe por el murmullo de voces bajas o el chirrido ocasional de una puerta antigua. Bajas a la cripta y el aire se vuelve más denso, más frío, con una quietud que te hace contener la respiración. Luego subes a la Tesorería y el brillo del oro y la plata, aunque no puedas verlo, lo intuyes en el aire, en la atmósfera cargada de valor y arte. Las entradas para la cripta y la tesorería se compran aparte, pero son un complemento fundamental para entender la magnitud del lugar.
Pero la verdadera recompensa está arriba. Puedes sentir cómo tus músculos trabajan mientras subes los escalones estrechos que te llevan a la cúpula. El aire se vuelve más fresco a medida que asciendes, y el sonido de la ciudad se va desvaneciendo, reemplazado por el susurro del viento. Y cuando llegas, cuando te asomas, sientes el viento en la cara, que te despeja y te llena de energía. Ahí arriba, la vista se extiende sin límites: el río Danubio serpenteando como una cinta, los puentes que unen dos países, y al otro lado, la orilla eslovaca, tan cerca que casi puedes sentir su presencia. Es una perspectiva que te hace sentir el mundo en tus manos, y te da una idea clara de la importancia estratégica de este lugar a lo largo de la historia. No te olvides de llevar una chaqueta ligera, el viento arriba puede ser traicionero.
Después de la Basílica, la ciudad te llama. Baja hacia el río, y sentirás el cambio de ambiente. El aire se vuelve más suave, y puedes escuchar el murmullo constante del Danubio, quizás el sonido lejano de un barco que pasa. Camina por las orillas, y si te apetece, puedes cruzar el puente Mária Valéria a pie. Sientes la vibración bajo tus pies y el aire que viene de Eslovaquia al otro lado. Es una sensación curiosa, la de estar en dos países a la vez, con solo unos metros de distancia. En el pueblo, los olores cambian: el aroma de la comida local, quizás un goulash o un lángos, te invita a parar en alguna de las pequeñas tabernas. Hay varios restaurantes agradables cerca del río o en el centro de la ciudad, perfectos para una comida tranquila.
Cuando el día empieza a caer, y el sol pinta el cielo de tonos naranjas y morados, sientes el cansancio agradable en tus piernas. El viaje de vuelta es diferente. Ya no hay la misma anticipación, sino una sensación de plenitud. El traqueteo del tren te arrulla, y puedes cerrar los ojos y revivir los sonidos, los olores, las sensaciones de Esztergom. Te llevas contigo no solo el recuerdo de un lugar, sino la sensación de haberlo vivido con cada uno de tus sentidos, como si una parte de su historia se hubiera pegado a ti. Es un día que se siente completo, desde el primer aliento de aire fresco de la mañana hasta el último suspiro al volver a la ciudad.
¡Hasta la próxima aventura!
Olya from the backstreets