¡Hola, trotamundos! Si me preguntas qué se hace en el Castillo de Buda, no te voy a dar una lista de salas. Te voy a contar cómo se siente.
Para llegar, tienes varias opciones, pero la más chula es el funicular, el "Sikló". Imagina que te montas en una cabina antigua y sientes el traqueteo suave mientras empiezas a subir. El aire se vuelve más fresco y el panorama se abre ante ti, revelando el Danubio abajo. Cuesta unos pocos euros, y te deja arriba en un pispás. Si prefieres andar, hay caminos empinados que suben desde la orbera, son un buen ejercicio y totalmente gratis, y te permiten parar a tu aire para ir sintiendo cómo la perspectiva de la ciudad cambia a cada paso.
Una vez arriba, lo primero que sientes es el aire, diferente, más abierto. Caminas por adoquines que resuenan bajo tus pies, cada paso es un eco de siglos. Imagina que pasas por arcos gigantes, la piedra fría al tacto si la rozas. Escuchas el murmullo de la gente, pero también, a veces, el silencio de un rincón escondido, roto solo por el trino de un pájaro. El olor es a piedra antigua, a tierra húmeda si ha llovido, y a veces, un toque dulzón de las flores de los jardines bien cuidados que te rodean. Te sientes diminuto pero a la vez parte de algo grandioso.
El Palacio en sí alberga varios museos, como la Galería Nacional Húngara o el Museo de Historia de Budapest. No te agobies si no te da tiempo a verlos todos. Si decides entrar, el aire dentro es distinto, más denso, cargado de historias. Puedes sentir el suelo pulido bajo tus pies, y a veces, una corriente fría que te indica un pasillo más antiguo. Son espacios enormes, donde la luz se filtra de manera diferente por las ventanas altas, creando sombras largas y misteriosas que parecen esconder secretos. La entrada a cada museo tiene un coste separado, así que elige el que más te apetezca.
Pero lo que realmente te va a atrapar son las vistas. Acércate a la barandilla. Siente el viento, que aquí arriba es constante, acariciándote la cara y despeinándote. Si cierras los ojos, casi puedes escuchar el Danubio fluyendo abajo, un murmullo constante. Abre los ojos y *siente* la inmensidad: el Parlamento majestuoso al otro lado, una silueta imponente, las cúpulas de las iglesias que se asoman entre los edificios, el Puente de las Cadenas como una joya brillante tendida sobre el río. Es una sensación de estar en la cima del mundo, con la ciudad extendiéndose a tus pies, vibrante y viva. Puedes tocar la piedra cálida de la muralla mientras intentas abarcar todo con tu mente.
Un poco más allá, caminando unos minutos, te toparás con el Bastión de los Pescadores. Imagina que te adentras en un cuento de hadas: arcos góticos, torres que parecen agujas, pasillos que te invitan a explorar. La piedra aquí es más ornamentada, sientes la textura de sus tallas si la tocas. Dentro de este complejo está la Iglesia de Matías, con su tejado de colores vibrantes. Entra, el aire es fresco y el silencio te envuelve, solo roto por el eco de tus pasos. La luz entra por vidrieras, pintando el suelo con colores efímeros y envolviendo el espacio en una atmósfera casi mágica. La entrada a la iglesia tiene un coste, pero pasear por el Bastión es gratis, aunque hay algunas torres a las que se puede subir pagando por mejores vistas, si aún te quedan ganas de más altura.
Si te entra el gusanillo, por la zona del Castillo hay bastantes sitios para comer o tomar algo. No esperes gangas, es una zona turística, pero puedes encontrar desde cafeterías con pasteles húngaros (prueba el *kürtőskalács*, ese dulce de chimenea, lo hueles antes de verlo, a azúcar y canela recién hecho) hasta restaurantes más formales. Mi consejo: busca un sitio con terraza para aprovechar las vistas si el tiempo acompaña, aunque sea solo para un café. Hay un par de sitios más locales si te alejas un poco de las zonas más obvias, preguntando a algún local te pueden dar el chivatazo.
Cuando el sol empieza a caer, la atmósfera cambia por completo. Imagina que el aire se vuelve más fresco, y las luces de la ciudad empiezan a encenderse una a una, como estrellas caídas. El Parlamento se ilumina, convirtiéndose en un faro dorado sobre el Danubio, y el Puente de las Cadenas brilla con miles de puntos de luz. Bajar del castillo al anochecer es mágico. Puedes tomar el funicular de vuelta o, si te sientes con energía, descender a pie por los caminos iluminados. Sientes el frío de la noche que empieza a morder, y el sonido de la ciudad se vuelve más suave, como un arrullo lejano. Es un adiós melancólico, pero lleno de la promesa de que Budapest siempre te espera.
¡Hasta la próxima aventura!
Léa from the road