Imagina que el aire es denso y húmedo, con un ligero aroma a tierra mojada y algo dulce, como jazmín o magnolias lejanas. Caminas por un sendero de grava fina, crujiente bajo tus pies, que te lleva lentamente hacia un silencio profundo. El primer tramo es una avenida majestuosa, flanqueada por robles gigantes. Sus ramas, cubiertas de musgo español, cuelgan como cortinas pesadas, rozando casi el suelo. Sientes cómo la luz cambia, se vuelve más suave, filtrada. Para empezar, vamos a dirigirnos directamente por esa avenida principal. No hay prisa. Escucha el susurro del musgo cuando una brisa lo mueve, casi como un aliento antiguo.
A medida que avanzas, el suelo puede ser un poco irregular, raíces de árboles que se alzan, pero el camino principal es bastante transitable. Estira tu mano y toca la corteza rugosa de un roble; siente la humedad en el musgo que cuelga, suave como seda, pero con una vida propia. El sonido predominante aquí es el canto de los pájaros, diferente al de la ciudad, más pausado, como si también ellos respetaran la quietud. Puedes escuchar el zumbido lejano de algún insecto, una abeja quizás, y el crujido de hojas secas bajo tus pies cuando te desvías un poco del camino central. El olor a tierra húmeda se intensifica, mezclado con un toque mineral.
Para moverte con facilidad, te sugiero que te mantengas en los caminos principales pavimentados o de grava. Hay senderos de tierra más pequeños, pero pueden ser engañosamente irregulares. Si el tiempo apremia o no quieres cansarte demasiado, puedes omitir las secciones más nuevas, que suelen estar más al norte, y que tienen lápidas más uniformes y menos musgo. No aportan tanto a la experiencia sensorial profunda que buscamos. Lleva agua, siempre. Hace calor y la humedad puede ser alta. Y calzado cómodo, que no te importe que se ensucie un poco.
Ahora, vamos a girar ligeramente hacia el este, hacia el río Wilmington. Caminas por un sendero que desciende suavemente. El aire aquí cambia; se siente más fresco, con un olor salobre que delata la cercanía del agua. Escuchas el suave chapoteo del río, el sonido de pequeñas olas chocando contra la orilla, y quizás el grito de una gaviota o el motor de un barco lejano. Imagina estar de pie en el borde del acantilado, bajo la sombra de otro roble centenario. Sientes la brisa que viene del río, disipando el calor. Puedes extender la mano y sentir el aire abierto, la vastedad de ese espacio. Es un momento de calma, de conexión con la naturaleza más amplia que rodea este lugar.
Para el final, vamos a buscar un lugar que te deje con una sensación duradera de paz y belleza. Después del río, giraremos hacia una sección más íntima, donde las lápidas son más antiguas y los árboles, aunque no tan colosales como los de la entrada, son igualmente majestuosos. Te guiaré hacia la tumba de Johnny Mercer. No es el tamaño lo que importa, sino la atmósfera. Aquí, el silencio es casi total, roto solo por el trino de un pájaro o el zumbido de un insecto. Puedes sentir la textura de las esculturas de mármol, suaves y frías bajo tus dedos, algunas con los bordes desgastados por el tiempo. Siente la historia en cada piedra. Es un lugar para la reflexión, donde la vida y el tiempo se sienten de una manera muy tangible y profunda.
El mejor momento para visitar es a primera hora de la mañana, cuando el rocío aún está en el aire y el calor no ha apretado, o al final de la tarde, justo antes del cierre, para sentir el aire más fresco. No te olvides de un sombrero si el sol es fuerte. La salida es sencilla, solo tienes que seguir el camino principal de vuelta por donde entraste. Te llevará de nuevo a la entrada principal. Recuerda que es un lugar de respeto. Permite que tus otros sentidos tomen el relevo y te guíen a través de su historia y su paz. No hay necesidad de ver para sentir su magia.
Leo el Trotamundos