Imagina el calor húmedo de Kochi abrazándote al bajar del rickshaw. No es un calor opresivo, sino uno que te envuelve, mezclado con el aroma dulce y picante de especias que aún no identificas. Escuchas el murmullo de voces en idiomas que no reconoces, el tintineo lejano de campanas, y el crujido de la madera vieja bajo tus pies mientras te adentras en Mattancherry. Sientes el pulso de siglos de historia en cada adoquín, en cada fachada descolorida, como si el tiempo se hubiera detenido y a la vez, siguiera fluyendo sin cesar.
Moverse aquí es fácil si te dejas llevar. Las calles son estrechas, así que la mejor forma es caminar. Ojo con los tuk-tuks; negocia el precio antes de subirte, siempre. Y si alguien te ofrece un "tour gratis", suele haber truco. Lo mejor es simplemente pasear, perderte un poco. Lleva siempre una botella de agua, y ropa ligera pero que te cubra los hombros y las rodillas, especialmente si piensas entrar a algún lugar de culto.
De repente, el bullicio se suaviza. Notas un silencio diferente, roto solo por el suave roce de tus sandalias sobre el suelo de azulejos frescos y pulidos. Estás en el barrio judío. Imagina la luz filtrándose por las ventanas de la sinagoga Paradesi, iluminando un suelo de porcelana china pintado a mano, tan frío bajo tus pies que te da un respiro del calor exterior. Es un lugar pequeño, íntimo, donde cada objeto cuenta una historia de resiliencia y comunidad. Sientes una paz profunda, casi reverente, en ese espacio, como si las voces de quienes oraron allí durante siglos aún resonaran.
La sinagoga Paradesi tiene horarios específicos y cierra los viernes y sábados. Es mejor ir por la mañana temprano para evitar multitudes y disfrutar de la tranquilidad. No se permiten fotos dentro, así que guarda el móvil y absorbe el momento. Al salir, explora las tiendas de antigüedades justo enfrente; son como pequeños museos donde todo está a la venta. Busca joyas antiguas, tallas de madera o postales vintage. Para comer algo rápido y auténtico, prueba los puestos de samosas o los pequeños cafés que sirven un té Masala increíblemente aromático.
La historia aquí no está en los libros, sino en las arrugas de la gente. Mi abuela solía contarme que, hace mucho tiempo, cuando los portugueses llegaron, trajeron cosas nuevas, sí, pero también muchos problemas. Luego, llegaron los holandeses, y para ganarse la confianza de nuestro raja, le regalaron un palacio. No era el más grande ni el más lujoso, pero era un gesto de respeto, una forma de decir: "Queremos comerciar, no conquistar". Y así, este lugar se convirtió en un crisol, donde distintas culturas se encontraron, no siempre en paz, pero siempre dejando su huella, sus sabores, sus palabras. Por eso ves aquí tantas capas, tantos mundos conviviendo en una misma calle.
Después de la quietud del palacio, el aroma a especias te arrastra de nuevo a la calle. Imagina el aire denso con el olor a clavo, cardamomo, cúrcuma y canela, tan intenso que casi puedes saborearlo. Escuchas el bullicio de los comerciantes, el crujido de las bolsas de yute llenas de especias, el roce de las sedas. Tus manos rozan telas suaves, maderas talladas. Es un asalto sensorial, pero de una manera maravillosa, donde cada color y cada aroma te cuentan una historia diferente de tierras lejanas, traídas por barcos y vendidas en estos mismos mercados durante siglos.
Si te animas a comprar especias, busca las tiendas con más movimiento; suelen tener la mejor calidad y frescura. No dudes en regatear un poco, es parte de la experiencia y se espera. Más allá de las especias, busca artesanía local, como saris de seda con bordados intrincados o pequeñas figuras de elefantes de madera talladas a mano. Para una cena más contundente, busca un restaurante que sirva 'fish moilee', un curry de pescado suave con leche de coco, es el sabor de Kochi y una delicia que no te puedes perder.
Hasta la próxima aventura,
Olya de las callejuelas