Acabo de volver de la Catedral del Cuzco y, ¡uff!, la cabeza me da vueltas con tantas sensaciones. Imagina que te acercas y, antes de cruzar el umbral, ya sientes el peso de la historia. El aire se vuelve más denso, más fresco, como si cada piedra retuviera el frío de siglos. Al entrar, el sonido del ajetreo de la Plaza de Armas se apaga, y en su lugar, escuchas un eco suave, casi un susurro, que se extiende por las naves. Cierras los ojos y puedes oler una mezcla de madera vieja, cera y un tenue aroma a incienso, una fragancia que te envuelve y te transporta. Es inmensa, sabes, y la penumbra te invita a moverte despacio, a palpar el espacio con tu propia presencia.
Mientras caminas, tus pies notan la frialdad de las losas de piedra, pulidas por millones de pisadas. Levantas la vista y la magnitud es abrumadora: los techos altísimos, las capillas laterales que parecen túneles a otro tiempo. Te detienes frente a los altares dorados, y aunque no puedes tocar el oro, casi puedes sentir su brillo cálido en la piel. Lo que más me impactó fue la combinación de lo barroco español con toques andinos; es como si la propia fe se hubiera mestizado aquí. Pasas junto a pinturas oscuras y antiguas, y aunque la luz es tenue, captas los colores profundos, la intensidad de los rostros, la historia que te miran. Es una experiencia que te absorbe, te hace sentir pequeño pero, a la vez, increíblemente conectado a algo mucho más grande.
Ahora, la parte menos idílica, pero importante que sepas: la entrada no es gratuita, y sí, es un poco cara para lo que es. Y aquí viene lo que no me gustó nada: la prohibición de sacar fotos. Entiendo lo de la conservación, pero sientes que te roban un poco la oportunidad de llevarte un recuerdo visual, de compartir lo que tus ojos están viendo. Así que, prepárate para guardar el móvil y confiar solo en tu memoria. Otra cosa que me sorprendió un poco es que, a pesar de su tamaño, en las horas punta puede sentirse un poco agobiante por la cantidad de gente. No es un lugar para la soledad, a menos que vayas muy temprano.
Si vas, un consejo de amiga: intenta ir a primera hora de la mañana, justo cuando abren, o al final de la tarde. Así evitarás las grandes masas y podrás sentir esa atmósfera de la que te hablaba, sin empujones. No necesitas guía, de verdad, pero si te interesa mucho la historia del arte y la religión, considera contratar uno afuera o leer un poco antes. Y no te olvides de buscar el famoso cuadro de la Última Cena con el cuy, es un detalle que te va a volar la cabeza y resume mucho de lo que es este lugar. Ah, y lleva un suéter, la piedra mantiene el frío.
Lo que más me sorprendió, y esto es algo que te llevas contigo, es cómo este lugar es un testimonio vivo de una colisión de mundos. No es solo una iglesia; es un libro de historia tallado en piedra, con cada capilla contándote una parte de la narrativa. Es el arte, sí, pero es más que eso: es la resiliencia, la adaptación, la forma en que dos culturas tan diferentes se fusionaron para crear algo único y, a veces, un poco contradictorio. Salí de allí con una sensación de respeto profundo, de haber presenciado algo verdaderamente monumental.
Un abrazo desde el camino,
Olya from the backstreets