Me preguntaste qué se siente al ir al Burj Khalifa, y mira, es más que solo un edificio; es una experiencia que te envuelve desde que pones un pie cerca. Imagínate que llegas al Dubai Mall, que es como su base, y empiezas a caminar hacia la entrada. A medida que te acercas, el edificio empieza a asomar por encima de todo lo demás. Sientes el sol en la piel, pero la sombra del gigante ya te empieza a cubrir. Levantas la cabeza, y parece que no tiene fin. Oyes el murmullo de la gente, pero lo que realmente te llega es la sensación de insignificancia, y a la vez, de asombro puro. Es como si el aire mismo vibrara con su escala.
Una vez dentro, el ambiente cambia de golpe. Entras al fresco, dejando el calor de Dubái atrás. Oyes el murmullo de cientos de voces, pero es un murmullo suave, casi reverente. Pasas por seguridad, como en un aeropuerto, y luego te metes en un pasillo que te guía. No es solo una cola; es una inmersión. A tus lados, pantallas y maquetas te cuentan la historia del edificio, y sientes cómo la expectativa se va construyendo. El suelo bajo tus pies es liso, pulcro, y te lleva a través de la historia de su construcción. Es un viaje que te prepara, casi sin darte cuenta, para lo que viene. Un consejo práctico: siempre, siempre, reserva tus entradas por internet y con antelación. Los horarios se llenan rápido, sobre todo al atardecer.
Y de repente, te encuentras en la antesala del ascensor. Es oscuro, con luces que parpadean suavemente, y un ligero zumbido te indica la potencia que te espera. Te metes en la cabina con un grupo de gente, sientes el aire acondicionado frío en la piel. Las puertas se cierran casi sin hacer ruido. Entonces, un ligero tirón hacia arriba, y luego, es como si flotaras. No sientes la velocidad, pero tus oídos sí que lo notan; una leve presión te indica que estás subiendo rapidísimo. El interior se ilumina con proyecciones y música suave, y en menos de un minuto, el viaje termina. Es una sensación extraña, casi de ingravidez, antes de que las puertas se abran de nuevo.
Cuando las puertas se abren en el piso 124 (o 125, que es el mismo nivel pero cubierto), el aire te envuelve. Es un aire fresco, limpio, y lo primero que notas es la inmensidad del espacio. No hay ventanas, sino paredes de cristal que van del suelo al techo. Miras hacia abajo, y las carreteras y los edificios parecen maquetas diminutas. Puedes notar una leve vibración en el suelo, como un latido lejano de la ciudad. Afuera, en la terraza, el viento te roza la cara y oyes el murmullo de la ciudad que parece venir de otro mundo. La sensación es de estar suspendido, de ser un observador diminuto en un lienzo gigante. Puedes quedarte el tiempo que quieras, pero la mayoría de la gente se queda entre 45 minutos y una hora. Si quieres ver el atardecer, planifica llegar unos 45 minutos antes de la puesta de sol.
Si decides subir aún más, al piso 148, la experiencia es diferente. El ascensor es más exclusivo, y al salir, sientes una tranquilidad distinta. El aire es más silencioso, la gente es menos numerosa. Te ofrecen dátiles y un zumo, y el sabor dulce en tu boca añade una capa de lujo a la altura. Hay sofás donde te puedes sentar y simplemente contemplar, sintiendo la suavidad de la tapicería bajo tus manos. La vista es aún más vasta, y sientes que el mundo entero se extiende a tus pies. Cuando bajas, el descenso es igual de suave y rápido. Al final, pasas por la tienda de recuerdos, pero la verdad, lo que te llevas no es un imán, sino la sensación de haber tocado el cielo. Para mí, la diferencia de precio entre el 124/125 y el 148 vale la pena si buscas una experiencia más íntima y menos concurrida, pero la vista principal es espectacular desde cualquiera de los dos.
Un abrazo desde el camino,
Olya from the backstreets