¡Hola, hola! Acabo de volver de Memphis, la antigua capital de Egipto, y tengo que contarte todo. Es uno de esos lugares que te golpean diferente. Imagina esto: bajas del coche y, antes de que tus pies toquen el suelo, el aire ya te envuelve. No es el aire ruidoso de El Cairo, no. Es un aire denso, cargado de polvo milenario y de un silencio que solo el desierto sabe guardar. Sientes el sol en tu piel, cálido, constante, y aunque estás a las afueras de una megaciudad, aquí el horizonte parece infinito. Caminas unos pocos pasos y ya percibes el tamaño de todo: las rocas, la arena, la inmensidad. Es como si el tiempo se hubiera detenido hace miles de años, y tú, de repente, te encuentras en medio de él.
Mientras te adentras, el primer gran impacto llega. Estás frente al Coloso de Ramsés II. No es solo una estatua, es una mole de piedra que te hace sentir minúsculo. Si estiras la mano, casi puedes rozar la base de sus pies, y te das cuenta de la fría y pulida superficie del granito. Es tan liso en algunas partes, tan trabajado, que te preguntas cómo lograron tal perfección hace tanto tiempo. Luego, a unos pasos, la Esfinge de Alabastro. Aquí, si pasas la palma de tu mano, sientes la suavidad de la piedra, tan diferente al granito. El sonido ambiente es mínimo, quizá solo el murmullo de otros visitantes o el leve silbido del viento. Es un lugar para el asombro silencioso, para sentir la escala de la historia en cada fibra de tu cuerpo.
Ahora, un poco de logística, que siempre ayuda. Para llegar a Memphis, lo mejor es tomar un Uber o un taxi desde El Cairo. Negocia el precio si es un taxi de la calle, pero Uber suele ser muy fiable. Calcula unos 45 minutos a una hora de trayecto, dependiendo del tráfico. La entrada es bastante asequible, no es de las más caras. Lo ideal es ir a primera hora de la mañana, justo cuando abren. Así evitas el calor más fuerte y las aglomeraciones. Verás a muchos guías ofreciendo sus servicios; si no quieres uno, un simple "no, gracias" firme es suficiente. Asegúrate de tener cambio si vas a comprar algo pequeño a los vendedores locales.
Lo que me sorprendió de Memphis es que es un museo al aire libre, pero muy disperso. Esperaba algo más compacto, pero es como un gran jardín con piezas gigantes. Y eso es lo que a veces no funciona tan bien: la señalización es mínima, y si no vas con guía o no has investigado antes, puedes perderte detalles importantes. A veces te sientes un poco desorientado entre los restos, preguntándote qué era cada cosa. La sorpresa es esa sensación de desorden controlado, de ruinas que respiran bajo el sol. Sientes el calor del pavimento bajo tus pies y el sol en la nuca, recordándote que estás en el desierto.
Dentro del edificio principal, donde está el Coloso de Ramsés II tumbado, la atmósfera cambia. Es más fresco, más contenido. Puedes caminar alrededor de la gigantesca estatua y ver todos sus detalles, algo que no siempre es posible con figuras tan grandes. Lo que más me impactó de toda la experiencia en Memphis fue la humildad que te provoca. Ves esos restos, esas estatuas que una vez fueron parte de una ciudad vibrante, y te das cuenta de la fugacidad de todo. Es un recordatorio palpable de que incluso las civilizaciones más poderosas se convierten en polvo, y solo quedan estas maravillas para contarnos su historia.
Para finalizar, un par de consejos prácticos: lleva mucha agua, imprescindible. También un sombrero y protector solar, el sol egipcio no perdona. Calzado cómodo es un *must*, porque vas a caminar sobre tierra, piedras y algo de pavimento irregular. Si tienes tiempo, te recomiendo muchísimo combinar la visita a Memphis con Saqqara y Dahshur, que están muy cerca y complementan perfectamente la historia. ¿Merece la pena? Absolutamente. Es una pieza clave para entender el Antiguo Egipto, y aunque no es tan "fotogénico" como las Pirámides de Giza, te ofrece una conexión mucho más íntima y tangible con el pasado.
Olya de las callejuelas.