¡Hola, aventurero! Si estás en Las Vegas y te digo "Río Colorado", quizás pienses en el Strip con un cóctel en la mano. Pero te prometo que hay otro tipo de magia, una que te envuelve, te calma y te hace sentir la inmensidad de la tierra. Para mí, el Río Colorado cerca de Las Vegas es una escapada necesaria, un respiro que te conecta con algo mucho más grande que el neón. Imagina esto: dejas atrás el bullicio, el aire se vuelve más seco y limpio. Bajas del coche y lo primero que sientes es el sol en tu piel, un sol diferente, más amable, que te calienta desde dentro. El silencio es casi ensordecedor al principio, y luego, poco a poco, empiezas a escuchar el suave murmullo del viento, el crujido de la grava bajo tus pies y, si te concentras, el eco de la historia en el aire.
A medida que te adentras, el olor a tierra seca y a las pocas plantas resistentes del desierto se mezcla con una brisa fresca que viene de algún lugar lejano. Cierras los ojos y puedes casi tocar la textura del aire, áspera pero revitalizante. Te sientes pequeño, pero no insignificante, más bien parte de algo inmenso. Escuchas el zumbido de alguna abeja solitaria, el canto lejano de un pájaro que se atreve a vivir en este paisaje. Es un lugar donde tus sentidos se agudizan, donde cada paso es una invitación a sentir el pulso de la tierra.
Para empezar esta aventura, te guiaría directamente al Historic Railroad Trailhead cerca de Boulder City, en el área de Lake Mead. Es un punto de partida perfecto si quieres una experiencia del Río Colorado que sea accesible y te permita caminar de verdad. Hay aparcamiento de sobra. Lleva mucha agua, un sombrero de ala ancha y protector solar, incluso en un día nublado. Unos buenos zapatos para caminar son imprescindibles, nada de sandalias de ciudad. Este sendero es relativamente plano y te ofrece vistas espectaculares del lago Mead, que es el embalse principal del Río Colorado. Es un calentamiento suave para el alma antes de la inmersión total.
Mientras caminas, el terreno se suaviza bajo tus pies, una mezcla de arena fina y grava. Los túneles antiguos que atraviesas son una experiencia en sí mismos. Al entrar, el aire cambia drásticamente; de repente es fresco, casi frío, un alivio bienvenido del sol del desierto. El sonido de tus propios pasos resuena, y la oscuridad te envuelve, creando una sensación de misterio y anticipación. Puedes sentir la roca áspera en las paredes si extiendes una mano, y el olor a tierra húmeda y mineral te invade. Y luego, a medida que te acercas a la salida, la luz al final del túnel se hace más grande, más brillante, y cuando emerges, te golpea la vastedad de un paisaje que te quita el aliento.
Lo que te diría que te saltes es la prisa. No hay necesidad de correr por este sendero. Si ves un pequeño saliente, una roca donde sentarte, o un punto donde la vista se abre un poco más, tómate un momento. No te obsesiones con llegar al final del sendero si sientes que ya has absorbido suficiente. A veces, la verdadera joya no está en la meta, sino en los pequeños descubrimientos a lo largo del camino. Y no intentes desviarte demasiado de los senderos marcados; el desierto puede ser engañoso y la seguridad es lo primero.
Para el gran final, lo que guardaría para el último momento es llegar a uno de los puntos más altos con vistas despejadas de Lake Mead, donde el agua azul se extiende hasta el horizonte, rodeada por las dramáticas formaciones rocosas del Cañón Negro, esculpidas por el Río Colorado. Imagina que el sol comienza a bajar, tiñendo el cielo de naranjas y morados. Te sientas, sientes la piedra tibia bajo tus manos. El aire se vuelve más fresco, y el silencio es casi absoluto, solo roto por el batir de las alas de un halcón o el susurro del viento. Sientes la inmensidad del espacio a tu alrededor, la historia geológica de millones de años bajo tus pies. Es un momento para respirar hondo, para sentirte conectado con algo antiguo y poderoso.
Y para guardar para el final de tu visita, te sugiero que encuentres un lugar tranquilo, una pequeña roca o un saliente, y simplemente te sientes en silencio. No hagas fotos, no hables. Solo escucha y siente. Permite que el paisaje te abrace. Es el momento perfecto para un pequeño pícnic si llevas algo de comer, o simplemente para meditar sobre la belleza que te rodea. La mejor hora para esto es al atardecer, cuando la luz es más suave y las sombras se alargan, creando un espectáculo visual y una sensación de paz que te llevarás de vuelta a la ciudad.
¡Hasta la próxima aventura!
Olya de los callejones