¡Amigo, si vas a visitar el Museo Nacional de Antropología en la Ciudad de México, quiero guiarte como si camináramos juntos! No es solo un museo, es un viaje en el tiempo que te envuelve.
Imagina que llegamos. Lo primero que sientes es la inmensidad del espacio. Al cruzar la entrada, el bullicio de la ciudad se disipa poco a poco. De repente, el aire se vuelve más fresco y escuchas un sonido envolvente: el agua. Es la cascada monumental del patio central, cayendo desde el gran "paraguas" de concreto. Sientes la brisa suave en tu piel, y aunque no lo veas, puedes casi tocar la altura de ese techo que se alza sobre ti, dejando pasar la luz del sol de una forma mágica. Es el corazón del museo, un respiro antes de sumergirte.
Mi primer consejo, sin rodeos: ve directo a la Sala Mexica. Sí, es la más famosa y suele estar concurrida, pero no querrás dejarla para cuando ya estés agotado. Al entrar, sentirás el peso de la historia. El aire parece más denso, cargado de siglos. Busca el imponente monolito de la Coatlicue, su tamaño te hará sentir diminuto, y luego, claro, la Piedra del Sol. No es solo una roca tallada; es una presencia. Acércate, y casi puedes sentir la vibración de los antiguos rituales, la complejidad de un calendario que marcaba su universo. Escucha el eco de las voces de otros visitantes, y en ese murmullo, intenta percibir la solemnidad del lugar.
Desde la Sala Mexica, te guiaría hacia la de Teotihuacán. La transición es fluida y te lleva a otra de las grandes civilizaciones. Aquí, la sensación es de grandeza arquitectónica, de pirámides que se alzan en la imaginación. Los colores de los murales, aunque desvanecidos, te transportan a una ciudad vibrante. Luego, un salto a la Sala Maya. Aquí, el ambiente cambia. Sientes una cierta humedad, como si la jungla se hubiera colado. Las estelas son intrincadas, llenas de detalles que tus dedos querrían trazar para entender sus jeroglíficos. Cierra los ojos y casi puedes escuchar el canto de los quetzales y el suave susurro del viento entre las hojas.
Después, nos movemos a la Sala del Golfo, donde te esperan las cabezas colosales olmecas. La textura de la piedra, aunque no la toques, se adivina rugosa y poderosa. Son rostros que irradian una autoridad ancestral, con sus rasgos gruesos y sus tocados. En la Sala de Oaxaca, la sensación es de una elegancia diferente. Piensa en Monte Albán y Mitla. Los diseños geométricos y las urnas funerarias tienen una belleza más sobria, con un tacto más liso, casi pulido por el tiempo. Tómate tu tiempo en estas salas; no es una carrera. Hay una cafetería en el patio central si necesitas un respiro, un café caliente o algo fresco, para que tus pies descansen y tu mente asimile.
Ahora, sobre lo que podrías "saltarte" o priorizar: mi recomendación es que te concentres en la planta baja, en las salas de arqueología. Son el corazón del museo. La planta alta, con las salas de etnografía (culturas indígenas actuales), es fascinante y te da una perspectiva viva del México contemporáneo, pero si el tiempo es limitado o ya sientes el cansancio, puedes recorrerla más rápido o dejarla para otra visita. La atmósfera es distinta arriba, más luminosa y con objetos que evocan la vida cotidiana, el sonido de los telares o el aroma de las hierbas medicinales.
Unos últimos consejos, de amiga a amiga: Usa zapatos cómodos, de verdad, cómodos. Lleva una botella de agua, porque caminarás mucho y es fácil deshidratarse. Intenta ir temprano por la mañana, justo cuando abren; tendrás un poco más de paz antes de que lleguen las multitudes. Y lo más importante: no intentes verlo todo. Es abrumador. Elige las salas que más te llamen la atención, déjate llevar por la curiosidad y disfruta de la experiencia. No es un examen de historia; es una oportunidad para sentir y conectar con un pasado increíble.
¡Que lo disfrutes al máximo!
Léa en Ruta