¿Alguna vez te has preguntado qué se siente al pisar un lugar donde el tiempo parece haberse detenido? Imagina que el sol de Marruecos te da la bienvenida, cálido y envolvente, mientras una brisa seca te trae el aroma de la tierra. Ante tus ojos, o más bien, ante tu imaginación, se alza una fortaleza de barro y paja, color miel, que se funde con el ocre del desierto. Es la Kasbah de Aït Ben Haddou, un Ksar que susurra historias milenarias. Sientes el calor del aire sobre tu piel, la inmensidad de un cielo azul sin fin sobre ti, y sabes que estás a punto de entrar en un mundo diferente.
Para llegar a sus puertas, primero hay que cruzar el río Ounila. Dependiendo de la época del año, puedes escuchar el suave murmullo del agua mientras saltas de piedra en piedra, sintiendo el equilibrio bajo tus pies, o quizás el chapoteo de una pequeña barca que te lleva al otro lado por unos dirhams, notando el bamboleo y la frescura del agua salpicando. Cuando el río está bajo, hay un puente de sacos de arena que te permite pasar cómodamente, aunque el más reciente puente de hormigón es una opción más seca y estable.
Una vez dentro, el mundo se transforma. Caminas por pasadizos estrechos y laberínticos, donde la luz del sol juega al escondite con las sombras, creando patrones cambiantes sobre las paredes de barro. Tus dedos rozan la textura rugosa y fría de los muros antiguos, sintiendo la historia en cada grieta. El aire se llena con un olor terroso, a veces mezclado con el dulzor de la menta o el picante de alguna especia que se vende en una pequeña tienda. Escuchas el eco de tus propios pasos, el murmullo de conversaciones lejanas y, ocasionalmente, el tintineo de alguna artesanía.
A medida que asciendes por las rampas y escaleras, el esfuerzo se siente en tus músculos, pero la recompensa es inmensa. La brisa se vuelve más fresca y el sonido del viento se hace más notorio, como un susurro antiguo que te cuenta secretos. Al llegar a la cima, la vista se abre de repente, vasta y sobrecogedora. Sientes la inmensidad del paisaje: el palmeral verde intenso que contrasta con el río serpenteante, las montañas del Atlas en la distancia y, por supuesto, la propia kasbah extendiéndose bajo tus pies como un gigantesco hormiguero de arena. La sensación es de pura libertad y asombro.
Mientras exploras, es probable que te encuentres con algunos de los pocos residentes que aún viven dentro de la kasbah. Te ofrecerán té de menta, caliente y dulce, que reconforta el alma y te da un respiro del sol, mientras hueles su aroma fresco. También hay pequeños talleres donde los artistas locales exponen sus creaciones: alfombras bereberes, joyas de plata o pinturas hechas con pigmentos naturales. No tengas miedo de regatear amistosamente; es parte de la experiencia y te permite llevarte un pedazo auténtico de Aït Ben Haddou.
Para que tu visita sea aún mejor, te recomiendo ir temprano por la mañana o al final de la tarde, cuando la luz es más suave y las temperaturas son más agradables. Lleva agua, un sombrero y protector solar, ya que el sol marroquí es potente. Calzado cómodo es imprescindible, pues caminarás mucho y por terrenos irregulares. La entrada a la kasbah es gratuita, aunque algunos guías locales te ofrecerán sus servicios; si decides tomar uno, acuerda el precio de antemano. Hay baños públicos cerca de la entrada principal, pero no esperes lujos.
Al marcharte, te giras para mirar el Ksar por última vez. La luz del atardecer tiñe sus muros de un naranja profundo, casi ardiente. La imagen de esa ciudad de barro, desafiando el tiempo y el desierto, se quedará grabada en tu memoria. Sientes una mezcla de nostalgia y satisfacción, como si hubieras viajado no solo a otro lugar, sino a otra época. El olor a tierra seca y el eco de las historias antiguas te acompañarán mucho después de haber dejado sus muros.
Con cariño desde el camino,
Olya from the backstreets