Hola, amiga. Me preguntaste qué se *siente* ir a la Torre de Belém, no solo qué es. Pues mira, imagina que bajas del tranvía o del autobús y, de repente, sientes el aire cambiar. La brisa del Tajo te golpea la cara, una mezcla de salitre y de ese olor dulce a río grande. Al principio, la torre es solo una silueta lejana, pero a medida que te acercas, la ves alzarse con una elegancia que parece desafiar el tiempo. Escuchas el suave murmullo del agua chocando contra los pilares del muelle, y el grito lejano de las gaviotas te envuelve.
Al caminar hacia ella, el suelo bajo tus pies cambia, de adoquines a una tierra más compacta, casi de arena, que te conecta con la orilla. Al acercarte a la Torre, el granito frío bajo tus dedos, si lo tocas, te habla de siglos de historia. Puedes sentir la solidez de sus paredes, la textura rugosa de la piedra tallada. El sol, si es un día despejado, te calienta la espalda mientras rodeas la base, y el eco de tus propios pasos se mezcla con el de otros visitantes, un coro suave que no rompe la paz.
Cuando cruzas el umbral y entras, el aire cambia drásticamente. Es más fresco, más denso, con ese olor a piedra antigua y a humedad que te envuelve por completo. La luz disminuye, y el sonido se amortigua. Sientes la altura de los techos abovedados sobre tu cabeza, y el eco de los pasos de otros visitantes te guía a través de las primeras estancias. Las paredes son gruesas, robustas, y te dan una sensación de refugio, casi de protección, como si te abrazaran.
Luego, la subida. La escalera de caracol es estrecha, sientes la piedra gastada bajo tus manos si te apoyas en la pared. Los escalones son irregulares, y debes prestar atención a cada paso. Escuchas el roce de la ropa de la gente que sube o baja, la respiración contenida de algunos, y el suave crujido de la madera en algún rellano. Es un ascenso lento, pausado, que te prepara para lo que viene, aumentando la anticipación a cada curva.
De repente, el espacio se abre. El viento te golpea la cara con fuerza, trayendo consigo el aroma salado del Atlántico. Escuchas el rugido suave del río abajo, que se funde con el silbido del viento entre las almenas. La luz del sol es intensa, te baña por completo. Te sientes diminuta, pero a la vez conectada con la inmensidad del río y el horizonte. Es un momento de pura libertad, donde el tiempo parece detenerse y solo existes tú y la brisa.
Para la entrada, compra los tickets online con antelación, es clave para evitar colas largas, especialmente en temporada alta. La Torre de Belém abre a las 10 de la mañana y cierra a las 17h o 18h, según la temporada, y los lunes está cerrada. El precio ronda los 6-8 euros. Con una hora, hora y media como máximo, tienes tiempo de sobra para explorar todo el interior y disfrutar de las vistas.
Después de la Torre, puedes caminar por la orilla del río. El Mosteiro dos Jerónimos está a solo unos minutos a pie y es impresionante. Y, por supuesto, no te puedes ir de Belém sin visitar la Pastelería de Belém para probar los famosos pasteles de nata calientes, recién hechos. Desde el centro de Lisboa, el tranvía 15E te deja directamente en la zona.
Olya from the backstreets