¡Uf! Acabo de volver de ese Palacio da Pena en Sintra y mi cabeza aún está procesando todo. ¿Sabes? Es de esos lugares que te golpean nada más verlos. Imagina esto: estás subiendo por una carretera serpenteante, el verde de los árboles te envuelve y, de repente, entre la niebla o bajo un sol brillante, aparece una explosión de color. Es como si un pintor se hubiera vuelto loco con amarillos, rojos y azules intensos, coronando la cima de una montaña. Puedes sentir esa energía caprichosa desde abajo, casi como un cuento de hadas que cobra vida, pero con un toque muy, muy real.
Una vez que llegas a la zona de entrada, la aventura no ha hecho más que empezar. Puedes decidir subir a pie, y si tus piernas te lo permiten, te lo recomiendo mil veces. El camino es una delicia para los sentidos: escuchas el crujido de las hojas bajo tus pies, el canto de los pájaros se mezcla con el murmullo lejano de otras voces. El aire huele a tierra húmeda y a pino, fresco y limpio. Caminas por senderos que parecen sacados de un bosque encantado, entre árboles centenarios que te regalan sombra y una paz inesperada. Es un contraste brutal con el impacto visual que te espera arriba, como si la naturaleza te preparara para la fantasía. Si la caminata no es lo tuyo, hay un autobús lanzadera que te deja justo en la puerta del palacio, muy práctico.
Una vez que estás dentro de sus muros, o incluso paseando por sus terrazas, te das cuenta de que no es solo color. Puedes tocar la piedra fría bajo tus dedos, sentir la textura de los azulejos que brillan bajo el sol, y ver cómo los rojos intensos de las torres se mezclan con el amarillo mostaza y los detalles azules. Es una mezcla tan audaz de estilos —manuelino, gótico, renacentista, morisco— que, en teoría, debería ser un desastre, pero es pura armonía, una fantasía real. Lo que más me sorprendió fue cómo, a pesar de lo excéntrico, cada rincón tiene una historia, una razón de ser. Te invita a tocar, a mirar de cerca cada detalle, cada gárgola, cada ventana.
Pero no todo es un cuento de hadas, ¿eh? Aquí viene lo que no me gustó tanto: las multitudes. Sobre todo si vas en temporada alta o a mediodía. Entrar al palacio es como una procesión. Te empujan, te arrastran. Apenas puedes pararte a sentir la atmósfera de cada sala. Escuchas un murmullo constante de idiomas, pasos, el clic de las cámaras. Te sientes como parte de una marea humana más que como un explorador. Es una pena, porque el interior, aunque no es tan llamativo como el exterior, tiene su encanto y su historia. Esta es la parte donde la magia se diluye un poco por el exceso de gente.
Aun con las multitudes, hay algo que te recompensa: las vistas. Sal a las terrazas, busca un hueco. El viento te acaricia la cara, puedes oler el Atlántico en la distancia, mezclado con el aroma de los pinos. Miras hacia abajo y ves el bosque denso de Sintra extendiéndose hasta el infinito, y en un día claro, el azul del océano. Te sientes en la cima del mundo, en un nido de fantasía suspendido sobre la realidad. Puedes cerrar los ojos y sentir la inmensidad, el silencio que a veces se cuela entre el bullicio, y por un instante, te transportas a otra época, a otro mundo. Esa sensación de elevación, de estar en un lugar único, es lo que se te queda grabado.
Ahora, para que no te pase lo mismo que a mí con las multitudes, aquí van unos apuntes rápidos, como si te los dictara por audio: Primero, las entradas, cómpralas online y con antelación, sí o sí. Te ahorrarás un tiempo valiosísimo. Segundo, el calzado: vas a caminar mucho, entre cuestas y adoquines, así que zapatillas cómodas son tu mejor amigo. Tercero, la duración: si quieres ver el palacio por dentro y pasear por los jardines sin prisas, calcula al menos 3 horas. Cuarto, comida y bebida: hay cafeterías, pero los precios son de turista, así que si puedes llevar tu propia botella de agua y algún snack, mejor. En resumen, ¿merece la pena? Absolutamente sí, a pesar de las masas. Es un lugar que te desafía, te sorprende y te deja con la boca abierta. Solo ve preparado para la gente y para disfrutar de la excentricidad.
Olya de las callejuelas.