¡Amigo, tienes que visitar la Isla Margarita! No es solo un parque, es un respiro. Imagina que el bullicio de Budapest se desvanece a tus espaldas, como si una mano invisible lo empujara lejos. Sientes el aire más fresco, más verde, y el olor a tierra húmeda y a hierba recién cortada empieza a envolverte. Para mí, la mejor forma de empezar esta aventura es por el sur, cruzando el Puente Margarita (Margit híd). Desde ahí, tienes la isla entera como un lienzo en blanco para explorar. No te preocupes por perderte; la isla es larga, pero fácil de navegar. Es el lugar perfecto para desconectar, para dejar que tus pasos te guíen sin prisas, y para que tus sentidos tomen el control.
Apenas entras por el sur, lo primero que te envuelve es el sonido y la frescura de la Fuente Musical. No es solo agua, es una experiencia. Escuchas el agua danzar al ritmo de la música, elevándose y cayendo con una precisión increíble, y si te acercas lo suficiente, sientes esa bruma fina y refrescante en la cara, como un abrazo suave en un día cálido. Es el preludio perfecto para lo que te espera. Te diría que planifiques tu visita para verla al atardecer; la iluminación le da un toque mágico, y aunque no veas los colores, la atmósfera y la música te transportarán. Hay espectáculos cada hora, pero los más largos y elaborados son por la tarde y noche. No hay prisa, solo siéntate en uno de los bancos cercanos y deja que el sonido te envuelva.
Siguiendo el camino hacia el norte, no tardarás en encontrar el Jardín de Rosas. Imagina el aroma, una mezcla dulce y embriagadora que flota en el aire, diferente de cualquier otra cosa que hayas olido en la ciudad. Puedes acercar la mano y sentir la suavidad aterciopelada de un pétalo, o la sutil aspereza de un tallo. Justo después, el Jardín Japonés te invita a un silencio casi reverencial. Aquí, el sonido predominante es el murmullo constante del agua de la cascada y el suave chapoteo de los peces en el estanque. Sientes la frescura del aire, un poco más denso, y bajo tus pies, el crujido de la gravilla o la solidez de las piedras pulidas. Es un lugar para la calma, donde cada sonido es intencional y cada paso te invita a la meditación.
Un poco más adelante, pasarás por un pequeño zoo. No es un gran zoológico, pero escucharás los sonidos de los animales: el graznido de los pavos reales, el balido de las ovejas, y a veces, el parloteo de las aves exóticas. Es un momento divertido y sorprendente. Justo al lado, se alza la Torre de Agua, un punto de referencia que aunque no puedas subir, te da una idea de la altura y la presencia imponente de la isla. Y un poco más allá, las ruinas del Convento Dominicano. Aquí, puedes tocar las piedras antiguas, sentir su frialdad y su textura irregular, e imaginar las historias que guardan. El eco de los pasos y el viento entre las columnas te transportan a otro tiempo, a la historia que se respira en cada rincón de Budapest.
Para que lo disfrutes al máximo, te recomiendo llevar calzado cómodo; vas a caminar bastante, y aunque la isla es plana, querrás explorar cada sendero. No te olvides una botella de agua, especialmente en verano. Si vas con poco tiempo, puedes saltarte la pista de atletismo que rodea la isla, a menos que seas un corredor empedernido; es funcional, pero no ofrece la misma riqueza sensorial que el centro de la isla. Y lo que sí o sí tienes que guardar para el final, o para ese momento en el que necesites reconectar, es volver al Jardín Japonés. Es el lugar perfecto para sentarte en uno de sus bancos de piedra, sentir la brisa que mueve las hojas de los árboles y escuchar la cascada. Es un bálsamo para el alma, el cierre perfecto para una jornada de exploración y sensaciones. Desde allí, puedes volver hacia el sur o, si te sientes con más energía, seguir hasta el puente Árpád al norte.
¡Espero que lo disfrutes tanto como yo!
Olya from the backstreets