¿Qué se *hace* en la Citadella? Mira, no es un museo, es una experiencia que se siente con cada paso. Imagina que empiezas a ascender la colina Gellért, tus pies encuentran el ritmo en el sendero, a veces de tierra suelta, otras de adoquines desgastados. Sientes cómo el aire empieza a cambiar, a volverse más fresco, más limpio. Escuchas el suave susurro de las hojas si vas entre los árboles, o el eco de tus propios pasos si la senda está más abierta. Es un ascenso constante, una promesa de lo que te espera arriba. Sientes cómo tus músculos se activan, una suave quemazón que te recuerda que estás en movimiento, que te estás ganando la vista.
Y de repente, el espacio se abre. El viento te golpea la cara con una ráfaga fresca, llevando consigo el olor a aire limpio de altura y un lejano rumor de la ciudad. Es un espacio inmenso, donde el suelo bajo tus pies se siente firme y amplio. La sensación es de liberación. No hay paredes, solo la inmensidad del cielo sobre ti y la ciudad extendiéndose a tus pies. Puedes sentir la amplitud, la libertad que ofrece estar en la cima, como si el mundo entero se hubiera encogido para caber en tu palma.
Justo ahí, en el corazón de esa amplitud, está la estatua. No necesitas verla para sentir su presencia imponente. Es gigantesca, y puedes percibir su escala por el modo en que el viento se arremolina a su alrededor, creando un eco peculiar. Si estiras la mano, sientes el frío y la aspereza de la piedra de los muros cercanos, testigos silenciosos de la historia. El sonido del aire silbando alrededor de sus formas te da una idea de su magnitud, como un gigante que respira a tu lado.
Desde aquí, la ciudad se despliega como un mapa táctil. Puedes imaginar el río Danubio, ancho y constante, dividiendo la ciudad en dos, percibiéndolo por la forma en que los sonidos cambian de un lado a otro. Escuchas el murmullo lejano de los coches, el pito ocasional de un barco en el río, o el repique distante de una campana de iglesia. Es como si el sonido de la vida de Budapest subiera hasta ti, filtrado, suave, pero constante. Puedes sentir la vibración de la ciudad bajo tus pies, incluso a esta altura, una pulsación que te conecta con todo lo que ves (o imaginas) a lo lejos.
Para que disfrutes al máximo, lleva calzado cómodo, de verdad. La subida es constante y agradecerás un buen agarre. Dedícale al menos una hora, una hora y media, para subir, sentir el lugar y bajar sin prisas. Hay algunos kioscos pequeños arriba donde puedes comprar agua o un snack rápido, pero no esperes grandes restaurantes. Y sí, la cuesta es pronunciada, pero hay un autobús que te deja casi arriba si prefieres guardar la energía para pasear por la cumbre. Es un lugar para sentir, no para correr.
Al empezar el descenso, la perspectiva cambia de nuevo. Miras hacia atrás y sientes la silueta de la Citadella recortarse contra el cielo, una presencia sólida y memorable. El aire se siente ligeramente más cálido a medida que bajas, y los sonidos de la ciudad vuelven a hacerse más nítidos, más cercanos. Es una sensación de haber completado algo, de haber estado en un punto alto y haber absorbido la esencia de un lugar. Puedes elegir diferentes caminos para bajar, y cada uno te lleva a una parte distinta de la base de la colina, quizás cerca de los baños Gellért, con su promesa de un baño caliente y relajante después de la aventura.
Olya desde las callejuelas.