¡Hola! Tienes que escuchar esto sobre Marsella, sobre un rinconcito que me ha robado el corazón: el Vallon des Auffes. Imagina que el ruido de la ciudad, ese bullicio constante que te acompaña por las calles de Marsella, empieza a desvanecerse. Caminas un poco, y de repente, es como si el tiempo se detuviera. El aire se vuelve más denso, cargado de sal y de ese olor inconfundible a mar y a algas, mezclado con un toque sutil de pescado fresco. Lo primero que te golpea no es una vista, sino una sensación: la luz del sol, que antes rebotaba en la piedra de los edificios, aquí se filtra, más suave, más dorada, como si estuviera diseñada para abrazar cada rincón de este pequeño puerto. Me sorprendió, de verdad, lo escondido que está y lo rápido que te transporta a otra dimensión, a un lugar donde el estrés simplemente no existe. Es un susurro en medio de la ciudad, un secreto que te regala la bienvenida.
Y una vez que estás dentro, te envuelve la vida. Escuchas el tintineo suave de los mástiles de los pequeños barcos de pesca meciéndose con la marea, un sonido constante que te acompaña como una banda sonora. Puedes oír las risas de los niños que corren por el pequeño muelle, el murmullo de las conversaciones de los pescadores que reparan sus redes, el graznido ocasional de las gaviotas volando bajo. Sientes el sol en tu piel, cálido pero siempre con esa brisa marina que te acaricia. Si te sientas en la piedra, notas su aspereza, su calor residual del día. Lo que más me gustó fue esa autenticidad cruda; no es un lugar montado para turistas, es donde vive la gente, donde la vida marinera sigue su curso sin artificios. Para sentir esto a tope, ve por la mañana temprano, cuando los pescadores están descargando, o al atardecer, cuando la luz lo baña todo de magia. Es el mejor momento para sentir de verdad el pulso de este lugar.
Y claro, no puedes irte sin probar el pescado. El olor a pescado fresco a la brasa te envuelve, te abre el apetito sin que te des cuenta. Es sencillo, sin florituras, pero con un sabor que te dice que acaba de salir del mar. En Chez Jeannot, por ejemplo, los platos son justo eso: pescado fresco, patatas y una ensalada. Nada más, y no necesitas más. El tacto de la sal en los labios después de cada bocado, el sabor intenso del mar. Eso sí, ten en cuenta que es un lugar pequeño y muy popular entre los locales. Las mesas, sobre todo en temporada alta o a la hora de la comida, vuelan. No esperes un servicio rápido de estrella Michelin, aquí es más bien un ritmo relajado, a la marsellesa. Si no eres muy de pescado, tus opciones serán limitadas, así que tenlo en cuenta.
Pero lo mejor, para mí, fue la posibilidad de zambullirte. El agua es de un azul intenso, casi irreal, y aunque el puerto es pequeño, hay zonas donde la gente se baña. Sientes la textura lisa y a veces resbaladiza de las rocas bajo tus pies descalzos mientras buscas el mejor sitio para saltar o bajar al agua. Una vez dentro, el frescor del Mediterráneo te envuelve, te despierta, y el sonido del agua al chapotear contra las paredes del puerto es puro relax. Me sorprendió lo accesibles que son esos pequeños rincones para bañarse, parece que el mar te invita directamente. Si vas con intención de darte un chapuzón, que te lo recomiendo al cien por cien, lleva escarpines. Las rocas pueden ser traicioneras y te harán la vida más fácil.
En resumen, el Vallon des Auffes es como un pequeño secreto bien guardado, un oasis de calma a solo un paso del bullicio de Marsella. Si buscas algo diferente al Vieux Port, si quieres sentir la Marsella más auténtica, la que huele a sal, a pescado y a vida sin prisas, este es tu sitio. No es un lugar para pasar un día entero, sino para unas horas, para desconectar, para sentir que has encontrado un tesoro. Lo que más me gustó fue esa sensación de haber descubierto un pedacito de la verdadera Marsella, esa que no sale en todas las postales, pero que se queda grabada en el alma. Es un lugar para el alma.
Un abrazo desde la carretera,
Olya from the backstreets