Imagina que el bullicio incesante de Río de Janeiro comienza a desvanecerse, como si una mano invisible bajara el volumen del mundo exterior. Te acercas a un umbral, y de repente, el aire cambia. Se vuelve más fresco, más denso, cargado con el aroma tenue de la madera antigua, de cera pulida y, quizás, de un incienso casi imperceptible que se ha impregnado en las piedras por siglos. Das un paso y el sonido de tus propios pasos, antes ahogado por la calle, ahora resuena, amplificado, en una resonancia serena. Es el Mosteiro de São Bento, y su ritmo es una invitación a la calma, un latido pausado que te envuelve, te absorbe. Sientes cómo el espacio se eleva a tu alrededor, vasto y silencioso, una cúpula de quietud que entra por tus poros y se asienta en tu pecho.
A medida que avanzas, el silencio no es vacío, sino una presencia palpable, un lienzo sonoro donde cada pequeño eco se vuelve significativo. Quizás escuches el suave arrullo de palomas desde algún patio interior, o el casi inaudible susurro de la oración, una vibración ancestral que se ha repetido aquí por generaciones. Toca una de las columnas; sentirás la frialdad de la piedra, su aspereza, y casi podrás percibir la mano del artesano que la talló hace siglos. El aire, aunque fresco, parece vibrar con una calidez dorada, una opulencia que se percibe no por la vista, sino por la atmósfera que irradia. Es el eco de la luz reflejándose en cada curva, en cada detalle barroco que se eleva hacia el techo, una sinfonía de formas que te envuelve y te hace sentir pequeño, pero a la vez, parte de algo grandioso.
Para llegar a este remanso de paz, lo más práctico es tomar el metro hasta la estación Uruguaiana o Carioca, y desde allí es un paseo corto, aunque cuesta arriba, de unos 10-15 minutos. Si prefieres la comodidad, un taxi o una aplicación de transporte te dejarán justo en la entrada. La entrada al Mosteiro es gratuita. Si quieres vivir la experiencia completa y escuchar los cantos gregorianos, que son realmente espectaculares y te transportan, asegúrate de consultar los horarios de las misas. Generalmente, hay una misa con canto gregoriano los domingos por la mañana. Recuerda que es un lugar de culto activo, así que viste con respeto: hombros y rodillas cubiertos son lo ideal.
Una vez que has empapado tu alma con la serenidad del Mosteiro de São Bento, puedes aprovechar para explorar los alrededores. Abajo, en el centro histórico, tienes la hermosa Iglesia de la Candelaria, con su imponente arquitectura. También está el Centro Cultural Banco do Brasil (CCBB), que suele tener exposiciones muy interesantes y es un edificio precioso en sí mismo. Si buscas un bocado, hay algunas panaderías y cafeterías tradicionales por la zona que te ofrecen un buen café y algo dulce para reponer energías antes de volver al bullicio carioca. Es una zona con mucha historia, perfecta para caminar sin prisa.
Al dejar el monasterio, la sensación no se desvanece de inmediato. Es como si una parte de su quietud se hubiera adherido a ti. El ruido de la ciudad te golpea de nuevo, pero ahora lo percibes diferente, con una distancia, con una nueva perspectiva. La paz que absorbes allí te acompaña, un eco suave de los cantos, la frialdad de la piedra, la calidez invisible del oro. Es una experiencia que no solo ves, sino que sientes con cada fibra de tu ser, y que te recuerda la capacidad de la belleza para transformar el espacio y el tiempo, incluso en el corazón de una metrópolis vibrante.
Olya from the backstreets.