Imagina que el aire te abraza en Nueva Orleans, espeso y dulce, con un toque a jazmín y algo más... algo antiguo y vibrante a la vez. Caminas, y de repente, el sonido te envuelve: un murmullo de voces, risas, el rasgueo lejano de una guitarra y el tintineo de algo metálico. Has llegado al French Market. Es como si el pulso de la ciudad latiera aquí con más fuerza. Sientes el calor del sol en tu piel, incluso a través de los toldos que filtran la luz, y el suelo bajo tus pies vibra con la energía de la gente. Es un torbellino, sí, pero uno que te invita a sumergirte, a dejarte llevar por cada sensación.
El primer golpe sensorial es el olfato: el inconfundible aroma a café con achicoria se mezcla con el dulce del azúcar glass de los beignets recién hechos. Puedes casi sentir el calor que emana de la freidora, y el crujido de la masa dorada cuando la muerden. Luego, el dulzor da paso al picante de las especias criollas, al fresco de las ostras recién abiertas, al terroso de las verduras de la huerta. Es una sinfonía de aromas que te guía, casi tirándote del brazo hacia el siguiente puesto, el siguiente sabor, la siguiente experiencia. ¿Escuchas el repiqueteo de los cubiertos, el burbujeo de una olla, el saludo de un vendedor? Todo te llama.
Mi amiga Tía Belle, una cocinera local de ochenta y tantos años, me contó una vez que para su familia, el French Market siempre fue el corazón de todo. Cuando era niña, venían cada sábado, sin falta. Su abuelo, pescador, vendía su captura fresca en el mercado, y su abuela compraba las especias exactas para su gumbo, que era la envidia del vecindario. Decía que no era solo un lugar para comprar y vender; era donde la gente se encontraba, compartía noticias, se reía, y donde las recetas se pasaban de generación en generación, no solo en libros, sino en el aroma que flotaba en el aire y en las manos que preparaban la comida. Para ellos, el mercado era el hogar, el lugar donde la vida de la comunidad se tejía, y sigue siéndolo.
Si vas, no te vayas sin probar los beignets del Café Du Monde, es un rito de iniciación. Pero más allá de eso, explora. Busca los puestos de comida cajún y criolla; prueba un po'boy de ostras fritas o un plato de jambalaya. No te olvides de los mercados de agricultores, donde encontrarás frutas, verduras y hierbas locales. Y tómate tu tiempo para curiosear entre los artesanos; hay joyas únicas, arte local y recuerdos que realmente te contarán una historia.
Lo mejor es ir temprano, justo cuando abren, para evitar las mayores aglomeraciones y para que puedas disfrutar de la tranquilidad relativa de las primeras horas. Aunque el mercado tiene una parte cubierta, gran parte está al aire libre, así que vístete cómodamente y prepárate para caminar. Lleva efectivo para algunos puestos, aunque muchos aceptan tarjeta. Y un último consejo: no tengas miedo de perderte un poco. A veces, las mejores sorpresas se encuentran en los rincones menos esperados.
Sofía de viaje