Imagínate que estás en Montreal. Hay un lugar que no solo ves, sino que *sientes* con cada paso. Cuando te acercas, incluso antes de verlo, el aire parece cambiar, volviéndose un poco más silencioso, más denso. De repente, lo tienes delante: una mole imponente que se eleva hacia el cielo, con una cúpula que parece querer tocar las nubes. No es solo un edificio; es una presencia que te invita a mirar hacia arriba, a estirar el cuello hasta que sientes una ligera tensión en la nuca, intentando abarcar su inmensidad. El viento, si lo hay, parece susurrar algo entre sus columnas, una brisa que te envuelve y te da la bienvenida a algo grandioso.
Tus piernas empiezan a sentir el esfuerzo casi de inmediato. Hay escaleras, muchísimas escaleras, que se elevan en tramos interminables. Puedes elegir las escaleras mecánicas si lo prefieres, sentir el suave zumbido de la maquinaria bajo tus pies mientras te elevas sin esfuerzo. Pero si eliges las de piedra, escucharás el eco de tus propios pasos mezclado con los de otros, un ritmo constante y pausado. Sientes el frío de la piedra bajo la palma de tu mano si te apoyas en el pasamanos. A medida que subes, el sonido de la ciudad se va apagando, dejando solo el susurro del viento y, a veces, el repicar lejano de una campana, que te envuelve y te empuja a seguir subiendo. El aire se siente más fresco a cada nivel que ganas, y cuando te giras, la vista de la ciudad se extiende cada vez más, como un lienzo que se despliega ante ti.
Cuando finalmente cruzas el umbral de la basílica principal, es como si el tiempo se detuviera. El aire es fresco y huele a cera antigua y a piedra, un aroma denso y reconfortante. El sonido de tus pasos se amortigua de inmediato en la inmensidad del espacio, y cualquier conversación se reduce a un murmullo apenas audible. La luz entra a través de los ventanales altos, creando haces dorados que bailan en el polvo suspendido, haciéndote sentir diminuto pero, a la vez, extrañamente en paz. Puedes escuchar el eco lejano de una oración o el crujido de un banco de madera. Si cierras los ojos, la resonancia del silencio es casi palpable, una calma profunda que se asienta en el pecho.
Más abajo, la cripta es diferente. El ambiente es más íntimo, el techo más bajo, y el aire parece más denso, cargado de historias. Puedes escuchar el suave arrastrar de pies de quienes caminan lentamente, con una reverencia casi silenciosa. Aquí se encuentra la tumba de San Hermano André, y la energía es palpable. Puedes sentir el frío de la piedra bajo los dedos si tocas las paredes, y a veces, una brisa suave y inexplicable pasa a tu lado. Es un lugar para la reflexión, donde la quietud es casi un personaje más, invitándote a bajar la voz y a sentir la presencia de la devoción que ha llenado este espacio durante décadas.
Luego, sales al aire libre de nuevo, hacia los jardines y las terrazas. El aire fresco golpea tu cara, y el sonido de los pájaros y el viento entre los árboles reemplaza el silencio interior. El sol puede calentar tu piel mientras caminas por senderos de grava que crujen suavemente bajo tus pies. Desde aquí, la vista de Montreal es espectacular; sientes la inmensidad de la ciudad extendiéndose bajo ti, los edificios como pequeños bloques de juguete. Es el momento de respirar hondo, de sentir la brisa en tu cabello y de dejar que la tranquilidad del lugar se asiente en ti, después de la intensidad de la basílica.
Si vas, lo mejor es llevar zapatos cómodos, porque hay mucho que andar y subir, aunque también hay rampas y ascensores para quienes los necesiten. Puedes llegar fácilmente en metro hasta la estación Côte-des-Neiges, y desde allí es un corto paseo o un autobús directo. No te preocupes por la comida; hay una cafetería dentro con opciones sencillas, y muchos sitios cerca si prefieres algo más. Revisa sus horarios antes de ir, suelen abrir temprano y cerrar al anochecer, pero es bueno confirmarlo. Y un consejo: ve con tiempo, sin prisa, para poder absorber cada rincón.
Olya de las callejuelas