¿Qué haces en el Viejo Puerto de Montreal? Mira, no es solo "ir", es *sentir* el lugar, ¿sabes?
Imagina que llegas, y de repente, el asfalto bajo tus pies cambia. Ya no es el bullicio de la ciudad, sino un adoquín más irregular que te conecta con otra época. Sientes una brisa diferente, no la que se cuela entre los rascacielos, sino una que trae el aroma fresco del agua, mezclado con un dejo salino y, a veces, un sutil olor a crepas recién hechas. Escuchas gaviotas, sí, pero también el suave murmullo del río San Lorenzo, como un gigante que respira a lo lejos. Lo primero que te envuelve es esa sensación de espacio, de apertura, después de la densidad urbana. Para llegar, lo más fácil es bajarte en la estación de metro Place d’Armes y caminar unos diez minutos cuesta abajo. Te aseguro que el cambio de ambiente se nota desde el primer paso.
Una vez allí, te dejas llevar por el paseo principal. Siente la calidez del sol en tu rostro mientras caminas, la textura del pavimento bajo tus zapatillas, a veces liso, a veces con las juntas marcadas de los adoquines. A tu izquierda, el río se extiende, inmenso, y puedes ver los reflejos del cielo en su superficie. A tu derecha, la arquitectura de piedra antigua te susurra historias de siglos pasados. Escucharás el tintineo de los mástiles de los barcos amarrados, el eco de risas lejanas, y el leve chirrido de las ruedas de bicicletas que pasan. No hay prisa, solo el ritmo del caminar, el aire en tus pulmones y la constante sensación de que hay algo grande frente a ti.
Si buscas una perspectiva diferente, no puedes perderte la sensación de subir a la Grande Roue. Imagina cómo el suelo se aleja lentamente, y sientes un suave bamboleo mientras la cabina se eleva. Arriba, el viento sopla un poco más fuerte y el silencio es casi absoluto, solo roto por el suave zumbido del mecanismo. Desde allí, todo se empequeñece: los barcos parecen juguetes, la gente puntos diminutos, y el río se extiende como una cinta brillante. Puedes ver la silueta de la Montaña de Montreal a un lado y, al otro, la inmensidad del San Lorenzo. Es una vista que te envuelve, te hace sentir parte de algo mucho más grande. Los tickets se compran directamente allí, y suele haber poca espera, aunque en verano, a veces hay que armarse de paciencia.
Para algo más interactivo, el Centro de Ciencias de Montreal es una experiencia para todos los sentidos. Siente la textura de los botones que pulsas, el suave vibrar de las pantallas táctiles, el aire moviéndose cuando activas un experimento. Escucharás el murmullo de voces, el '¡clic!' de los mecanismos, el '¡wow!' de los niños descubriendo algo nuevo. Es un lugar donde el tacto, la vista y el oído se unen para despertar tu curiosidad, donde te animan a tocar, a probar, a mover. No es una galería de arte para mirar, sino un parque de juegos para la mente. Es perfecto si buscas algo que hacer en un día lluvioso o si viajas con niños curiosos, y tienen exhibiciones temporales que siempre valen la pena.
Y, claro, la comida. El Viejo Puerto es un festival de aromas. El dulce de los gofres recién hechos, el ahumado de las salchichas asadas, el tostado del café. Puedes sentarte en una terraza y sentir el calor de una taza entre tus manos, o la frescura de un helado derritiéndose en tu boca. Escucha el murmullo de las conversaciones a tu alrededor, el tintineo de los cubiertos, y el burbujeo de las bebidas. No hay nada como el placer simple de saborear algo delicioso mientras ves a la gente pasar, sintiendo el pulso del lugar. Hay opciones para todos los gustos, desde food trucks con comida rápida y deliciosa hasta restaurantes más formales con vistas al río.
Si te queda energía, la Torre del Reloj es una joya escondida. Sientes el esfuerzo en tus piernas al subir los escalones, uno tras otro, la mano rozando la fría barandilla de hierro. El aire se vuelve más denso, y el silencio más profundo a medida que asciendes. Arriba, la brisa te golpea con fuerza, y el sonido del viento en tus oídos es el único compañero. La vista es más íntima que desde la Grande Roue; puedes distinguir mejor los tejados de las casas, los pequeños jardines y el detalle de los barcos. Es una sensación de logro, de haber conquistado un pequeño pedazo de historia. La entrada es gratuita y, aunque es un esfuerzo, la recompensa vale la pena para ver el puerto desde otra perspectiva.
Cuando el sol empieza a bajar, el ambiente cambia. La luz se vuelve dorada, luego azulada, y las farolas comienzan a encenderse, proyectando reflejos temblorosos en el agua. El aire se vuelve más fresco, y quizás necesites abrigarte un poco. Los sonidos del día se apagan lentamente, dando paso a una tranquilidad diferente, con el eco de alguna conversación lejana o el suave chapoteo de las olas contra el muelle. Es el momento perfecto para un último paseo, sintiendo la calma antes de que las luces de la ciudad te llamen de vuelta. La estación de metro Champ-de-Mars está cerca si quieres volver al centro, o puedes simplemente seguir caminando por las calles adoquinadas del Viejo Montreal.
Olya from the backstreets