¿Me preguntas qué se *hace* en Oia, Santorini? Amigo, no es tanto lo que haces, sino lo que *sientes* y *vives* en cada momento. Imagina que acabas de llegar. El sol de la mañana te da en la cara, cálido pero suave. Sientes el aire, limpio y con un ligero toque salino que te despierta. La primera impresión es un murmullo lejano de voces, el roce de suelas en piedra y, si te fijas bien, el eco de alguna campanilla. Caminas por callejones que parecen diseñados para que te pierdas y te encuentres a la vez, donde cada giro te revela una postal. No hay prisa. Tus pies se adaptan al terreno irregular de adoquines pulidos por mil pasos, algunos lisos, otros con una textura rugosa que te ancla al suelo. Es un lugar para dejarte llevar, para que el sonido de tus propios pasos sea la única guía.
A medida que te adentras, el pueblo te envuelve. Las casas, tan blancas que casi duelen los ojos bajo el sol, reflejan una luz que lo inunda todo. Si extiendes la mano, puedes sentir la cal en las paredes, fresca al tacto incluso en el día más caluroso. El aroma que te acompaña es una mezcla sutil: el dulzor de las buganvillas que se derraman sobre los muros, el toque a tierra seca y, a veces, un tenue olor a café recién hecho de alguna cafetería cercana. Escuchas el suave tintineo de pequeñas campanas de iglesias ocultas, mezclado con el lejano graznido de las gaviotas. Hay rincones donde el viento juega con tu pelo, trayéndote el sonido amortiguado de las olas rompiendo contra los acantilados de la caldera, muy, muy abajo. Busca esas escaleras que bajan hacia el mar, aunque no llegues al final, el camino mismo es una experiencia.
Cuando el hambre aprieta, no te compliques. Busca un lugar donde el murmullo del mar sea tu banda sonora y el sol te caliente la espalda. No necesitas un menú elegante, solo algo fresco. Imagina el sabor de un tomate maduro, recién cortado, o la textura suave y cremosa del queso feta. El aroma del aceite de oliva virgen se mezcla con el del orégano, simple y perfecto. En Oia, el almuerzo es más una pausa para saborear el momento que una comida en sí. Puedes encontrar pequeños cafés con terrazas diminutas donde solo caben un par de mesas, pero que ofrecen una vista ininterrumpida del azul infinito del Egeo. Si quieres algo más local, busca las "tavernas" que están un poco apartadas del bullicio principal; suelen tener la mejor comida casera y te sentirás como un invitado más.
Y entonces llega la tarde, y con ella, la anticipación. El aire cambia, se vuelve más denso, cargado de una expectativa silenciosa. La gente empieza a moverse, no con prisa, sino con una dirección clara: hacia el oeste. Sientes cómo la energía colectiva se eleva, una especie de emoción compartida que te empuja suavemente. El cielo empieza a transformarse, pasando de un azul claro a tonos pastel de rosa, naranja y púrpura. El sonido de las cámaras haciendo clic se vuelve omnipresente, pero es un ruido suave, casi reverente. Cuando el sol finalmente toca el horizonte, un silencio colectivo se apodera de todos. La piel se te eriza con la belleza. No es solo un atardecer, es un espectáculo donde el cielo y el mar se funden en una danza de color que te deja sin aliento. Para verlo bien, ve pronto al Castillo de Oia, pero si está demasiado lleno, busca cualquier rincón con vistas a la caldera, el espectáculo es igual de mágico.
Una vez que el sol se ha despedido, el aire se vuelve más fresco, casi acariciante. Las luces del pueblo empiezan a encenderse, una a una, creando un manto de estrellas en la tierra que compite con las del cielo. El murmullo de las conversaciones vuelve, pero ahora es más íntimo, más relajado. Es el momento perfecto para una cena tranquila, donde el eco de las risas y el tintineo de los vasos se mezclan con la brisa nocturna. Puedes pasear por las calles iluminadas, que ahora tienen un encanto diferente, más misterioso. El tacto de las paredes encaladas se siente más frío en la oscuridad, y el aroma de las flores se intensifica. Para volver, hay autobuses que conectan con Fira hasta tarde, o si prefieres algo más directo, siempre hay taxis, aunque te costarán un poco más. Oia, al final del día, es un recuerdo que se queda pegado a la piel, un eco en el corazón.
Ana de Camino