Cuando llegas a El Níspero, lo primero que te golpea es el cambio en el aire. Es como si el murmullo constante de la ciudad se disolviera en un suspiro, reemplazado por una humedad cálida y un aroma terroso, a veces con un toque floral que no puedes identificar del todo. Imagina que das un paso y el asfalto bajo tus pies se transforma en un sendero más suave, de tierra o grava fina, que cruje ligeramente con cada pisada. Escuchas el trino de los pájaros, diferente al de la ciudad, más cercano, más variado, como si cada uno quisiera saludarte. Es una bienvenida silenciosa, casi envolvente, que te prepara para lo que viene.
A medida que te adentras, sientes cómo la temperatura puede bajar unos grados. Las copas de los árboles se cierran sobre ti, creando un techo natural que filtra la luz del sol en parches cálidos y sombras frescas. Puedes estirar la mano y tocar la corteza rugosa de un árbol gigante, sentir la suavidad aterciopelada de una hoja de helecho o la textura cerosa de alguna planta exótica. El aire se siente más denso, más vivo, cargado con el perfume de la vegetación exuberante y el dulzor ocasional de una flor que no ves, pero que sabes que está cerca. De repente, un chapoteo suave te indica que hay agua cerca, quizás una pequeña cascada o un estanque donde la vida bulle.
Luego, el ambiente cambia sutilmente. El canto de los pájaros se mezcla con otros sonidos: un gruñido lejano, el chirrido agudo de un mono, el aleteo de alas grandes. Sabes que estás cerca de los animales. Puedes sentir la vibración de sus movimientos en el suelo si hay uno grande cerca, o el eco de sus llamadas que rebotan en los recintos. A veces, el aire se llena con un olor más fuerte, un aroma animal que te recuerda que estás en su espacio. Imagina que te detienes y, si agudizas el oído, puedes distinguir el raspado de garras en una superficie, el sonido de la comida siendo masticada, o el suave ronroneo de un felino que descansa. Es una sinfonía de la vida salvaje, presente aunque no siempre visible.
Ahora, sobre lo práctico: si vas, lleva repelente. En serio, no es una opción, es una necesidad si no quieres volver lleno de picaduras. También es buena idea usar ropa ligera y fresca, y calzado cómodo para caminar, porque aunque no es un lugar enorme, hay bastante para recorrer a pie. No esperes encontrar restaurantes gourmet; hay algunos kioscos con snacks básicos y bebidas, así que si eres de buen comer, lleva algo extra o planifica comer antes o después. El lugar es bastante accesible, pero algunas zonas pueden tener senderos irregulares, así que tenlo en cuenta si vas con alguien con movilidad reducida.
El tiempo que te tomará recorrerlo todo depende de ti, pero calcula entre dos y tres horas para verlo con calma, sin prisas. La entrada es bastante económica, casi simbólica, lo cual es genial. Para llegar, lo más fácil es tomar un taxi o usar una app de transporte; está en El Valle de Antón, así que es un poco de viaje desde Ciudad de Panamá, pero vale la pena si buscas un día diferente. Te recomiendo ir por la mañana temprano, cuando la temperatura es más agradable y los animales suelen estar más activos. Es un lugar para desconectar, no para una aventura extrema, pero definitivamente te deja con una sensación de conexión con la naturaleza.
Léa del camino