¿Quieres saber qué se *hace* en Nazca, de verdad? No es solo "ir y ver". Es una experiencia que te envuelve, desde que pones un pie fuera de Lima. Imagina esto: la alarma suena mucho antes del amanecer. La ciudad aún duerme, envuelta en esa neblina gris tan limeña. Te subes a un bus cómodo, el asiento mullido bajo tu cuerpo, y sientes cómo el motor cobra vida, un zumbido constante que empieza a mecerte. Afuera, las luces de la ciudad se van haciendo pequeñas, luego se apagan por completo, y el aire fresco de la madrugada se cuela suavemente por las rendijas, recordándote que estás dejando atrás el bullicio para adentrarte en algo vasto y silencioso.
A medida que el sol comienza a asomarse, pintando el cielo con tonos rosados y naranjas, sientes cómo el ambiente cambia. El aire se vuelve más seco, y el olor a humedad de la costa da paso a un aroma a tierra caliente, a desierto. El zumbido del bus es ahora tu única compañía mientras el paisaje se transforma: la vegetación desaparece, reemplazada por extensiones interminables de arena y rocas, dunas que parecen ondas petrificadas. Puedes sentir el calor del sol a través de la ventana, una caricia tibia que anuncia la inmensidad del lugar al que te diriges. Es un viaje largo, sí, unas siete horas, pero cada kilómetro es una inmersión más profunda en la quietud de este lugar milenario.
Llegas a Nazca, y el primer impacto es el calor, un abrazo seco que te envuelve. El aire huele a polvo y a algo metálico, a combustible de avión. Te acercas al aeródromo, un lugar pequeño y con un ambiente único. Escuchas el murmullo de las conversaciones, el crepitar de la radio de los pilotos y, sobre todo, el sonido constante de las avionetas: un zumbido agudo cuando están lejos, un rugido vibrante cuando despegan o aterrizan cerca. Sientes la tierra bajo tus pies, dura y compacta, mientras te registras y esperas tu turno. Te pesarán para distribuir el peso en la avioneta; es pura seguridad. La anticipación es palpable, un nerviosismo emocionante que se mezcla con el calor del sol sobre tu piel.
Y entonces, es tu momento. Te subes a una avioneta pequeña, el asiento algo estrecho, el metal frío bajo tu mano. Sientes el motor arrancar, una vibración que recorre todo tu cuerpo. El piloto habla, su voz calmada y profesional, explicando lo que haréis. Luego, sientes el empuje, la aceleración, y el suave despegue. La avioneta se eleva, y aunque no puedas ver, sientes el aire cambiar, la presión en tus oídos, la forma en que el aparato se inclina ligeramente mientras gana altura. El piloto te irá guiando: "Ahora a la izquierda, por favor, el Colibrí". Sientes cómo la avioneta se ladea, una inclinación suave y prolongada, como si estuviera danzando con el viento. Él describe las figuras, y tú, con cada giro, cada inclinación, cada cambio de altitud, *sientes* la forma en que esas líneas se revelan bajo ti, vastas, misteriosas, grabadas en la tierra. Puedes sentir la gravedad tirando de ti en las curvas, y cada descripción del piloto pinta una imagen en tu mente: un mono con una cola en espiral, un perro, una araña. Es un ballet aéreo, una coreografía diseñada para que tu cuerpo interprete el arte invisible.
Después de unos treinta minutos de este baile aéreo, la avioneta desciende suavemente, y sientes el familiar golpe de las ruedas al tocar tierra. El rugido del motor disminuye, y al bajarte, el aire fresco te golpea, una bienvenida de vuelta a la tierra firme. La sensación es de asombro, de haber sido parte de algo inmenso y antiguo. El olor a combustible aún persiste en el aire, mezclado con el aroma seco del desierto. El viaje de regreso en bus es diferente. Ya no hay anticipación, sino una profunda contemplación. El zumbido del motor es ahora un eco de la experiencia, y puedes sentir el cansancio en tus músculos, pero también una satisfacción inmensa.
Si vas, toma el bus temprano desde Lima, o incluso uno nocturno. Lleva agua, sombrero, protector solar y unas gafas de sol, el sol en el desierto es intenso. Si te mareas fácil, toma algo para las náuseas antes del vuelo, las avionetas son pequeñas y se mueven bastante con las corrientes de aire. Y sí, es una inversión de tiempo y dinero, pero la sensación de estar suspendido sobre esos misterios ancestrales es algo que se queda contigo mucho después de que el avión aterrice. No es solo ver, es *sentir* la historia bajo tus pies.
¡Hasta la próxima aventura!
Olya from the backstreets