¿Alguna vez te has preguntado cómo se siente el Pacífico de verdad, no desde la orilla, sino en su corazón salvaje? Imagina esto: estás en una lancha, el motor zumba suavemente bajo tus pies mientras el aire fresco del océano te golpea la cara. Es temprano por la mañana, y el sol, aún bajo, empieza a pintar el cielo de tonos dorados y rosados sobre el horizonte de Lima. La brisa marina, con su inconfundible aroma a sal y vida, te envuelve mientras la lancha empieza a mecerse suavemente, cortando las olas. Sientes el rocío frío en tu piel, una bienvenida al mar abierto. No hay edificios, solo el azul infinito que se funde con el cielo. A medida que te alejas de la costa, el sonido de la ciudad se disuelve, reemplazado por el arrullo constante del motor y el suave chapoteo del agua contra el casco. Es un viaje que te va preparando, liberando tu mente, antes de que el verdadero espectáculo comience.
De repente, un coro de ladridos te envuelve. No son ladridos de perro, son más profundos, más guturales, una sinfonía de la naturaleza que te llega desde todas direcciones. El olor salino, antes sutil, se vuelve intenso, mezclado con un aroma terroso y penetrante que solo la vida salvaje puede producir. Has llegado a las Islas Palomino. Tu lancha se acerca lentamente, y puedes sentir la vibración de miles de cuerpos moviéndose. Son lobos marinos. Cientos, miles de ellos, cubriendo las rocas, deslizándose en el agua a tu alrededor. Si te atreves a meterte al agua (y te lo recomiendo), la fría corriente te abraza al instante. Puedes oír sus bufidos, sus chapoteos, su curiosidad. Es una sensación extraña, casi irreal, nadar tan cerca de estas criaturas salvajes, sentir la corriente que ellos mismos generan al moverse. Es un encuentro primario, que te conecta directamente con la inmensidad del océano.
El ritmo de la isla no es el de un reloj, sino el de la marea y la energía de sus habitantes. No es solo el sonido de los lobos; escucha el graznido de los piqueros, el aleteo de los guanayes que anidan en las rocas, el suave murmullo del viento a través de las formaciones rocosas. El olor a guano, fuerte al principio, se mezcla con el aire fresco y salino, creando un aroma único que te dice: "Estás en un lugar salvaje". La luz del sol rebota en el agua, creando destellos que bailan en tu retina. Esta experiencia no solo la ves o la oyes; entra en tu cuerpo, en tus pulmones con cada bocanada de aire salino, en tu piel con el frío abrazo del Pacífico. Te sientes pequeño, insignificante, pero a la vez, parte de algo mucho más grande y antiguo. Es una sensación que se te mete hasta los huesos y se queda, como el eco de los ladridos en tus oídos mucho después de haber partido.
Para ir a las Islas Palomino, lo más fácil es contratar un tour. La mayoría salen desde el muelle de Callao, en La Punta. Hay varias empresas, busca una que tenga buenas reseñas y que priorice la seguridad. Te recomiendo ir por la mañana temprano, las aguas suelen estar más tranquilas y la luz es perfecta. Lleva bañador si te animas a nadar con los lobos, una toalla, protector solar (el sol en el mar es implacable), y una chaqueta cortavientos o un polar para el trayecto en la lancha, que puede ser frío. No olvides tu cámara, pero asegúrate de protegerla del agua. Es importante seguir siempre las instrucciones del guía, no se permite tocar a los lobos marinos, solo observarlos desde una distancia segura. El precio varía, pero calcula entre 30-50 USD por persona, dependiendo de la empresa y lo que incluya el tour.
Cuando dejas las islas, te llevas más que fotos. El vaivén del mar sigue en tu cuerpo, como si aún estuvieras en la lancha. El eco de los ladridos de los lobos marinos resuena en tu mente. La sensación de haber estado tan cerca de la vida salvaje, de haber respirado ese aire puro y salino, te acompaña. Es una conexión con la naturaleza que no se olvida fácilmente. Es la prueba de que el Pacífico peruano no es solo un océano, es un ecosistema vibrante, lleno de vida y sonidos que te invitan a sentirlo con cada fibra de tu ser.
Olya from the backstreets