Acabo de volver de Jerusalén, y tengo que contarte sobre un lugar que me dejó sin palabras: la Iglesia de Santa Ana. Imagina que dejas atrás el bullicio de la Ciudad Vieja, los gritos de los vendedores y el aroma a especias y falafel. Caminas por una callejuela estrecha, el sonido de tus pasos resonando en la piedra antigua. De repente, el mundo se silencia. Un portón se abre y entras en un oasis de calma. Sientes el aire más fresco, una brisa suave que te acaricia la piel. El suelo bajo tus pies cambia, de adoquines irregulares a una tierra más lisa y compacta, rodeada de jardines. Escuchas el trino de los pájaros y, de fondo, un murmullo lejano que es el resto de la ciudad, pero aquí, ya no te alcanza. Es como si el tiempo se detuviera.
Dentro de la iglesia, la sensación es aún más profunda. Imagina la oscuridad suave, apenas rota por la luz que se filtra por unas pequeñas ventanas altas, creando un ambiente casi monacal. El aire es denso, con un ligero olor a incienso y a piedra muy antigua. Estiras la mano y sientes la pared, fría y rugosa, de siglos de historia. Pero lo que realmente te envuelve es el silencio. Un silencio que solo se rompe por el eco de tus propios pasos, o por el murmullo respetuoso de otros visitantes. Y aquí viene lo mágico: la acústica. Si alguien empieza a cantar, incluso una nota, tu piel se eriza. Imagina cómo tu propia voz, por muy sencilla que sea, se eleva y te envuelve, reverberando en cada rincón de la nave. Es una experiencia que te llega hasta los huesos, una conexión con algo muy antiguo y puro. No es una iglesia ostentosa, es su simplicidad y su sonido lo que te atrapa.
Justo al lado de la iglesia, y parte del mismo complejo, está el sitio arqueológico de las Piscinas de Bethesda. Aquí, la experiencia es diferente pero igual de impactante. Imagina que bajas unos escalones, sintiendo la irregularidad de la piedra bajo tus pies, y te encuentras en un pozo excavado en el tiempo. El aire es más denso, quizás un poco húmedo, y puedes oler la tierra mojada y la historia milenaria. Los sonidos son más apagados, el eco de las voces de otros visitantes se pierde en la inmensidad del lugar. Sientes la magnitud de la excavación, la altura de las paredes de tierra y piedra que te rodean, como si estuvieras en el fondo de un cañón. Hay restos de columnas, de arcos, de muros que fueron parte de templos y hospitales a lo largo de los siglos. Es como tocar con tus propias manos las capas de la historia, desde los romanos hasta los cruzados, todo en un mismo lugar. Te das cuenta de lo pequeños que somos ante tanto pasado.
¿Qué funcionó de maravilla? La paz que te envuelve, es un refugio increíble del caos de la Ciudad Vieja. Y la acústica de la iglesia, en serio, si tienes la oportunidad de escuchar a alguien cantar o de cantar tú, hazlo. Es inolvidable. Me sorprendió muchísimo lo silencioso que es todo, y la magnitud de las excavaciones de Bethesda, no me lo esperaba tan grande y tan bien conservado. ¿Qué no funcionó tan bien? Mira, la accesibilidad en las Piscinas de Bethesda es un poco complicada. Hay muchos escalones y el terreno es irregular, así que si la movilidad es un problema, tenlo en cuenta. Y como siempre en Jerusalén, los horarios pueden ser un poco impredecibles, es mejor chequearlos antes de ir para no llevarte una sorpresa. A veces cierran sin previo aviso por alguna festividad o evento.
Un par de consejos si decides ir: intenta visitarla a primera hora de la mañana o a última de la tarde para evitar las multitudes y disfrutar aún más de la tranquilidad. No hay un código de vestimenta estricto como en otros lugares, pero como es un sitio religioso, siempre es mejor ir con algo que cubra hombros y rodillas, por respeto. Está súper bien ubicada, muy cerca de la Puerta de los Leones, así que puedes combinar la visita con un recorrido por la Vía Dolorosa o ir a la Iglesia de San Esteban. La entrada es gratuita, lo cual es una maravilla. Y, por favor, si ves a alguien cantando, quédate un momento a escuchar. Es el mejor recuerdo que te puedes llevar.
Un abrazo grande desde la carretera,
Léa la viajera