¡Hola, trotamundos! Hoy te llevo a San Petersburgo, a un lugar que te robará el aliento sin que necesites verlo para sentirlo. Imagina que estás caminando por las calles de la ciudad, el aire fresco, quizá un poco húmedo, acariciando tu piel. De repente, sientes que el espacio a tu alrededor se abre, el ruido de los coches se diluye y una mole de piedra, gigantesca, empieza a emerger ante ti. No es solo grande, es *colosal*. Sientes la inmensidad de sus puertas de bronce, el frío de sus columnas de granito pulido bajo tus dedos si las tocas. Te sientes diminuto, pero a la vez, una especie de expectación te recorre el cuerpo. Es la Catedral de San Isaac, y te espera.
Cruzas el umbral y, de golpe, el mundo exterior desaparece. El aire cambia, se vuelve más denso, más fresco, y un silencio reverente te envuelve. Tus pasos, antes audibles en la acera, ahora se apagan, absorbidos por la vasta extensión de la nave. Es un eco sordo, casi un susurro, lo que escuchas de las pocas personas que están allí. El olor es peculiar: una mezcla de piedra antigua, un poco de humedad y, a veces, un tenue rastro a incienso que te transporta a siglos pasados. Sientes la inmensidad sobre tu cabeza, una cúpula que parece tocar el cielo, y tus ojos, aunque no vean, perciben la grandiosidad por la pura escala del lugar.
Mientras avanzas, tus manos pueden rozar las frías y suaves superficies de mármol pulido o la áspera textura de los mosaicos que cubren cada centímetro de las paredes y el techo. No son solo dibujos; son miles de pequeñas piezas que forman historias, y aunque no las distingas visualmente, puedes sentir la complejidad de su trabajo, la dedicación que hay en cada curva, en cada sombra. Sientes la solidez de las columnas, algunas con una textura inconfundiblemente lisa y fría como el lapislázuli o el malaquita, otras con la rugosidad del granito. Es una experiencia táctil de riqueza y arte.
Luego, si te atreves, hay otra aventura: la subida a la columnata. Prepárate para un esfuerzo. Sientes el escalón bajo tus pies, uno tras otro, subiendo por una escalera de caracol que parece no tener fin. El aire se vuelve más denso, escuchas tu propia respiración y el ligero chirrido de tus zapatos en la piedra. La pared está cerca, puedes sentir la frescura de la piedra bajo tu mano si te apoyas. Es un ascenso constante, un trabajo físico que te prepara para lo que viene.
Y entonces, llegas. Sales al exterior, y el viento, si lo hay, te golpea en la cara. Es una sensación liberadora, de espacio abierto. Sientes la barandilla fría bajo tus manos y el suelo firme bajo tus pies. El sonido del viento es diferente aquí arriba, y los ruidos de la ciudad, los coches, las voces, se convierten en un murmullo lejano, casi un zumbido. Puedes percibir la vastedad de San Petersburgo extendiéndose a tu alrededor, el río Neva serpenteando, los techos y las cúpulas de otros edificios que se ven ahora tan pequeños. Es una perspectiva completamente nueva, una sensación de dominar el paisaje, de ver la ciudad desde su corazón.
Para que tu visita sea lo más fluida posible: compra las entradas online para evitar colas, hay una para la catedral y otra aparte si quieres subir a la columnata (¡no te la pierdas!). Si no quieres aglomeraciones, ve a primera hora de la mañana o a última de la tarde. Lleva calzado cómodo para la subida a la columnata, son muchos escalones y no hay ascensor. Dentro de la catedral, como en cualquier lugar de culto, se agradece un atuendo respetuoso. Y sí, aunque la subida puede ser un reto, la experiencia táctil y sonora de la vista desde arriba vale cada paso.
Olya from the backstreets