Imagina que el asfalto de Ámsterdam se va quedando atrás. No te das cuenta del todo hasta que el autobús, que huele un poco a ese día de lluvia que no llegas a ver, empieza a deslizarse por carreteras más estrechas, con el verde de los campos a ambos lados cada vez más intenso. Al cabo de unos veinte minutos, el zumbido de la ciudad se apaga y, de repente, sientes una brisa diferente. Una brisa fresca, con un toque salado y un olor que te dice: "agua". Es Volendam, y lo primero que te golpea es esa quietud, rota solo por el suave murmullo del viento y, si te acercas a la ventana, el sonido lejano de gaviotas. Bajas y, casi sin darte cuenta, tus pies ya están sobre un adoquinado que no es el de la capital, sino uno que te invita a un ritmo más lento, más pausado.
Y de repente, el aire cambia otra vez. Ya no huele solo a salitre, sino a algo más denso, a madera húmeda y a pescado. Estás en el puerto, el corazón palpitante de Volendam. Tus ojos, aunque no vean, perciben la inmensidad del agua, la forma en que los barcos de pesca se mecen suavemente, casi con un lamento, al ritmo de las olas. Escuchas el tintineo de los mástiles, el grito constante de las gaviotas que sobrevuelan, buscando su oportunidad. Si estiras la mano, casi podrías tocar el agua que besa los viejos muelles de madera, desgastados por el tiempo y el mar. Aquí no hay prisas, solo el vaivén constante, el sonido de las redes siendo revisadas y, de vez en cuando, el eco de una risa lejana.
Justo ahí, en el puerto, es donde sucede una de las cosas más divertidas. Te invitan a ponerte el traje tradicional. Imagina la sensación: primero, el peso de la tela gruesa, quizás un brocado, sobre tus hombros. Luego, la frescura del encaje en tu cuello y muñecas, o el tacto suave del gorro de Volendam, que te ciñe la cabeza de una manera curiosa y dulce. La gente a tu alrededor ríe, se escuchan los disparos de las cámaras, el flash que no ves, pero sientes en el ambiente. Te sientes parte de algo, de una postal viviente, mientras el fotógrafo te da indicaciones con un tono amable y alegre. Es un momento tonto, sí, pero te conecta con la historia del lugar de una forma tangible.
Después de la risa y las fotos, el apetito se despierta y el puerto sigue siendo el epicentro. El olor a fritura, a algo dulce y a ahumado se mezcla. Tienes que probar el arenque crudo, sí, así, directo. Lo sientes frío y suave al principio, deslizándose por tu garganta con un toque salado, la cebolla crujiente que lo acompaña dándole un contraste perfecto. O, si prefieres algo cálido, busca un puesto de *kibbeling*, trozos de pescado blanco frito, crujientes por fuera y tiernos por dentro, que te calientan las manos y el alma. Y para el dulce, el *stroopwafel* recién hecho: el calor del caramelo derritiéndose entre las dos galletas finas, el olor a canela y azúcar que te envuelve. Cada bocado es una pequeña fiesta para tus papilas.
Aléjate un poco del puerto y tus pasos resonarán suavemente sobre los adoquines irregulares de las callejuelas. Aquí, el sonido de las conversaciones es más bajo, más íntimo. Puedes escuchar el tintineo de las campanillas de las puertas al abrirse y cerrarse en las pequeñas tiendas. Algunas huelen a queso, un aroma fuerte y distintivo, y si te acercas, te ofrecerán a probar. Otras, a madera tallada, a recuerdos marinos. Sientes la brisa colándose por los callejones estrechos, la forma en que las casas de madera, pintadas de colores oscuros, se pegan unas a otras, como si se protegieran del viento. Es un paseo tranquilo, donde cada rincón te cuenta una pequeña historia sin palabras, solo con los olores y los sonidos que te rodean.
Para rematar el día, considera una visita a la fábrica de queso, no muy lejos del puerto. Allí, aunque no lo veas, puedes tocar las enormes ruedas de queso, sentir su textura firme y percibir el olor intenso y lácteo que impregna el aire. Es una experiencia más de tacto y olfato. En cuanto a lo práctico: Volendam es pequeño, así que no necesitas un día entero si vas con prisa, pero te recomiendo al menos medio día para sentirlo de verdad. La forma más fácil de llegar es en autobús desde la Estación Central de Ámsterdam, es un trayecto directo y muy cómodo. Un consejo sincero: lleva capas de ropa. Aunque haga sol, el viento del mar puede ser fresco, y la lluvia, como en toda Holanda, puede aparecer de la nada. Un impermeable ligero es tu mejor amigo. Y no te olvides de llevar algo de efectivo para los puestecitos del puerto, muchos prefieren el pago en efectivo.
Léa desde el camino.