¡Hola, viajeros! Hoy os llevo a un lugar donde la fe se siente en cada paso y el aire vibra con una quietud particular.
Al llegar a Medjugorje, no esperes el bullicio de una ciudad turística; este es un pueblo que respira devoción. El ambiente es diferente, cargado de una profunda serenidad que solo se interrumpe por el murmullo de oraciones en decenas de idiomas. Verás peregrinos, algunos descalzos, ascendiendo Podbrdo, la Colina de las Apariciones, donde cada roca del camino parece susurrar una historia de esperanza. El ascenso es desafiante, una prueba física que contrasta con la paz que se encuentra en la cima, entre olivos centenarios y el silencio casi ensordecedor que solo rompe el viento. Más allá, se alza imponente Križevac, la Montaña de la Cruz, ofreciendo un reto aún mayor para el cuerpo y el espíritu. Abajo, la imponente Iglesia de Santiago es un epicentro de actividad, con confesionarios llenos y misas que congregan a miles, mientras el aroma a incienso se mezcla con la tierra seca. No es un lugar de lujos, sino de profunda introspección, donde el tiempo parece ralentizarse y las preocupaciones cotidianas se desvanecen ante la magnitud de la fe colectiva.
Recuerdo una tarde, sentado cerca de la Iglesia de Santiago, observé a una mujer de avanzada edad, con el rostro marcado por la vida, que llevaba un rosario desgastado. Se arrodilló ante la estatua de la Virgen, y aunque no pronunció palabra, sus lágrimas silenciosas hablaban de una entrega total. Al levantarse, su expresión había cambiado; ya no era de pena, sino de una serenidad profunda, casi radiante. No sé su historia, pero en ese instante, Medjugorje dejó de ser solo un lugar de apariciones para convertirse en el epicentro de su esperanza, un refugio donde encontró consuelo y una fuerza renovada para seguir adelante, un testimonio vivo de que la fe puede transformar el dolor en paz.
Hasta la próxima, viajeros. Que vuestros caminos os lleven a lugares donde el alma también encuentre su propio horizonte.