¡Amiga! Acabo de volver de Dublín y tengo que contarte todo sobre la Guinness Storehouse. No es solo un museo, es una experiencia que te entra por todos los sentidos, de verdad.
Imagínate, el aire cambia en cuanto te acercas al edificio. Empiezas a percibir ese aroma profundo, tostado, una mezcla de malta y algo dulce, como pan recién hecho pero más oscuro, más complejo. Entras, y el suelo bajo tus pies es firme, el eco de las voces se mezcla con un zumbido suave de maquinaria, pero no es molesto, es como el pulso del lugar. Caminas, y el ambiente es fresco, un poco húmedo, pero reconfortante, como si la historia de la cerveza te envolviera.
A medida que avanzas, la temperatura sube un poquito en ciertas zonas, sientes el calor que emana de los procesos. Puedes casi oler la levadura trabajando, un olor más agrio, más vivo. Te guían por las diferentes etapas: el malteado, la ebullición. Imagina pasar tu mano por los gránulos de cebada, secos, ásperos, y luego por el lúpulo, que huele tan intensamente a tierra y a algo floral, casi amargo. Es como tocar la tierra de donde viene todo, sentir la textura de los ingredientes crudos antes de que se transformen. Hay un murmullo constante de información, pero lo que realmente te atrapa es la inmensidad de los tanques, la sensación de escala.
Luego llega el momento de la cata. Te guían a una sala más tranquila, donde el aire huele solo a cerveza. Te enseñan el 'perfect pour', y escuchas ese sonido tan particular cuando el líquido oscuro se desliza por el vaso, la espuma cremosa que sube lentamente. Cuando das el primer sorbo, es una explosión de sensaciones: el frío del vaso en tus labios, la suavidad sedosa de la cerveza en tu boca, ese amargor tostado que se expande, notas a café, a chocolate. Es una bebida densa, casi masticable, que te deja una sensación cálida en el pecho. Es como si cada sorbo contara una historia.
Y de ahí, subes. El ascensor te eleva, sientes la presión en tus oídos, y cuando las puertas se abren... ¡Guau! La vista desde el Gravity Bar es impresionante. Estás en el punto más alto, y puedes sentir la brisa que entra por las ventanas si están abiertas, el espacio es amplio, lleno de voces y risas, pero no es abrumador. Puedes apoyar tus manos en la barandilla fría de cristal y sentir la ciudad extenderse bajo ti. Es una panorámica 360 grados de Dublín, una sensación de libertad y de haber llegado a la cima. Y sí, tu pinta gratis sabe aún mejor ahí arriba, con el horizonte de la ciudad como telón de fondo.
Pero, ojo, no todo fue perfecto. Lo que no me terminó de encantar es que, a veces, se siente *demasiado* comercial. Es una máquina bien engrasada, sí, pero a veces echas de menos un poco más de ese 'alma' artesanal que esperas de un lugar con tanta historia. Las tiendas de souvenirs son enormes y un poco invasivas. Mi sorpresa fue la parte interactiva del marketing y la publicidad; pensé que sería más aburrida, pero en realidad, te sumerge en cómo han construido la marca a lo largo de los años, y es bastante ingenioso. Me pareció que esa sección era más interesante de lo que esperaba, te hace pensar en cómo un sabor se convierte en una leyenda.
En resumen, ¿merece la pena? Sí, totalmente. Es una experiencia inmersiva, aunque a veces un poco 'pulida' en exceso. Mi consejo de amiga: ve a primera hora de la mañana, en cuanto abren, para evitar las multitudes, así puedes absorber mejor los olores y los sonidos sin sentirte aplastada. Y reserva tus entradas online sí o sí, te ahorras una cola importante y algo de dinero. No te quedes solo con la pinta del Gravity Bar; si puedes, prueba alguna de las otras variedades que tienen en las barras de abajo, son una delicia. Es un buen plan de unas 2-3 horas, y luego puedes ir a explorar el barrio de Liberties, que tiene un ambiente muy local y diferente. Te deja con ganas de aprender más sobre la cerveza, la verdad.
Un abrazo desde la carretera,
Olya from the backstreets