Imagina que llegas a Karlovy Vary, no con los ojos, sino con cada poro de tu piel. Lo primero que sientes es el aire, un poco más fresco que en Praga, con una humedad sutil que acaricia tu rostro. Luego, el sonido: un murmullo constante y suave, el río Teplá que te acompaña, su corriente como un latido tranquilo bajo tus pies. Respira hondo. Hay un aroma inconfundible, terroso, mineral, casi metálico, que te llena los pulmones. Es el olor del agua termal, la esencia misma de este lugar, que te invita a sumergirte en su misterio. Sientes cómo el ambiente te envuelve, una calma que te roza, te invita a desacelerar.
Mientras caminas, tus pies notan el suave relieve de los adoquines. Escuchas el tintineo delicado de las tazas de porcelana, un sonido que se ha repetido aquí por siglos. Entras en una de las columnatas, y el aire cambia, se vuelve más fresco, un eco de tus propios pasos se amplifica en el espacio abovedado. Te acercas a una de las fuentes y el vapor cálido te envuelve, una caricia húmeda en tu piel. Extiendes la mano y tocas el borde de la fuente, sientes la piedra fría y lisa, y luego el calor ascendente del agua. Y cuando pruebes el agua, sentirás su sabor único, mineral y ligeramente salado, una sensación que se queda en tu boca, recordándote que estás bebiendo directamente de la tierra.
Si vas a probar el agua, te doy un consejo práctico: no intentes beberla de golpe. Es un sorbo lento y consciente. Necesitarás una taza especial, de esas con asa y un pico incorporado. Las venden por todas partes, de porcelana o cerámica, y son un recuerdo precioso y funcional. Puedes empezar con la fuente más fresca y luego ir probando las más cálidas, cada una tiene un sabor ligeramente diferente, y tu cuerpo lo notará. Es una experiencia más que una bebida.
El corazón de Karlovy Vary es el Vřídlo, el géiser más potente. No solo lo escuchas, lo sientes. Es un rugido constante, un pulso de la tierra que emerge con fuerza. Te acercas y el calor es palpable, el vapor denso te envuelve, puedes sentir las pequeñas gotas de agua en tu piel mientras el vapor asciende. Es una fuerza bruta de la naturaleza, un recordatorio de lo viva que está la tierra bajo tus pies. La energía es casi eléctrica, una vibración que recorre tu cuerpo.
Para moverte por la ciudad, es muy fácil. Todo está diseñado para caminar, y es la mejor forma de sentir cada detalle. Si quieres una perspectiva diferente, hay un funicular que te lleva a la cima de una colina. Aunque no puedas ver el paisaje, el ascenso en sí mismo es una experiencia: el cambio de inclinación, el viento que te golpea al subir, y la sensación de estar en lo alto, con la brisa en tu rostro, te da una idea de la amplitud del lugar. Es una forma de "ver" la ciudad desde arriba con todos tus otros sentidos.
Al caer la tarde, el ritmo de Karlovy Vary se ralentiza aún más. Los sonidos se suavizan, la luz cambia, y el aire se vuelve más fresco. La sensación de bienestar que te ha acompañado durante el día se profundiza, una calma que se asienta en tus huesos. Te sientes renovado, como si el agua y la atmósfera te hubieran limpiado por dentro. Es una ligereza que te acompaña, una promesa de descanso profundo y una mente más clara.
Y no te vayas sin probar las famosas *oplatky*, las obleas de spa. Son grandes, redondas y delicadamente crujientes. Las hay de varios sabores, pero la clásica de avellana o vainilla es un placer simple. Las muerdes y sientes cómo se deshacen en tu boca, un dulzor ligero que contrasta con el sabor mineral del agua. Son el souvenir perfecto para llevarte un pedacito de Karlovy Vary a casa.
Olya desde las callejuelas.