Acabo de volver de Praga, y tengo que contarte algo sobre la Calle del Oro, o Zlata Ulička. Imagina esto: te adentras en un pasadizo tan estrecho que casi puedes tocar ambas paredes al extender los brazos. Sientes la piedra fría y pulida bajo tus dedos si la tocas, y el suelo irregular te hace prestar atención a cada paso. El aire huele a antigüedad, a humedad contenida, casi a leyenda. Escuchas el murmullo de voces, pero aquí, en este pequeño rincón, el sonido parece amortiguado, como si los siglos hubieran absorbido parte del bullicio. Caminas y sientes cómo la calle te envuelve, casi te abraza con su diminuto tamaño.
Esta calle tiene esa fama, ¿sabes? La de los alquimistas, la de Kafka, la de un lugar mágico. Y sí, al principio, con esa estrechez y las casitas de colores que casi se tocan, sientes esa chispa de cuento. Te imaginas a los viejos alquimistas buscando la piedra filosofal, o a los guardias del castillo patrullando. El espacio es tan reducido que el calor de la gente a tu alrededor se vuelve casi palpable, y el eco de las risas y las conversaciones en mil idiomas diferentes resuena en esas paredes centenarias. Es una sensación extraña, como si el tiempo se hubiera encogido aquí.
Cuando entras en las casitas, cada una es una sorpresa diferente. No esperes grandes salones; son realmente diminutas. En algunas sientes el frío de la piedra, en otras el crujido de la madera vieja bajo tus pies. Hay una que parece una armería, con el metal de las armaduras resonando si las golpeas suavemente, y otra que recrea la vida de una costurera, donde casi puedes oler el lino y la lana. Es como si pudieras tocar el pasado, sentir el tamaño de las vidas que se vivieron en esos minúsculos espacios. No son museos interactivos, pero la autenticidad de los objetos y el ambiente te transportan.
Ahora, lo que no funcionó tan bien: las multitudes. La magia se diluye un poco cuando sientes el empujón constante de la gente, el roce de los abrigos y el ruido incesante. A veces, la calle se convierte en un cuello de botella y no puedes detenerte a sentir el lugar. Y sí, hay muchas tiendas de souvenirs que, aunque en algunas encuentras cosas bonitas, rompen un poco con esa atmósfera de cuento de hadas. Si buscas esa sensación de aislamiento y misterio, las horas centrales del día son un desafío.
Pero hubo algo que me sorprendió un montón. Por encima de las casitas, hay una especie de pasillo que las conecta por la parte de atrás. Y ahí, no te lo esperas, pero accedes a una parte de las antiguas torres de defensa del castillo. Subes por escaleras de piedra que se sienten gastadas por millones de pasos, y de repente, el ambiente cambia. Entras en un espacio oscuro, frío, donde sientes la humedad en el aire. Es la antigua prisión de la Torre Daliborka. Escuchas los sonidos de instrumentos de tortura (simulados, por suerte) y el eco de supuestos lamentos. Es un contraste brutal con la dulzura de las casitas, un recordatorio de la historia más oscura del lugar.
Mi consejo: si vas a Praga, acércate a la Calle del Oro. Es parte del complejo del Castillo de Praga, así que la entrada suele estar incluida en el ticket del castillo (circuito A o B, si no recuerdo mal). Intenta ir a primera hora de la mañana, justo cuando abren, o al final de la tarde, antes de que cierren. Se siente la diferencia, te lo prometo. Así podrás tomarte tu tiempo, sentir la estrechez de la calle, el aroma de lo antiguo y el eco de los pasos. Es un lugar que hay que vivir, no solo ver.
¡Un abrazo desde la ruta!
Ana de la Ruta