¡Hola, viajeros! Hoy nos vamos a un lugar que te va a mover por dentro, te lo prometo. Nos vamos a Giza, a las afueras de El Cairo, al corazón de un silencio ancestral que de repente te envuelve.
Imagina esto: el aire, aunque cálido, tiene una densidad especial, como si el tiempo mismo se hubiera vuelto más espeso aquí. A medida que te acercas, el suelo cambia bajo tus pies; ya no es el asfalto de la ciudad, sino una arena fina, casi un polvo, que se cuela entre los dedos de tus pies si vas con sandalias, o que cruje suavemente bajo tus botas. El sol, aunque potente, no quema de inmediato; más bien calienta tu piel con una caricia constante. Y entonces, sin previo aviso, las sientes. No las ves, pero las sientes. Una presencia monumental, una masa sólida que se alza contra el cielo, más grande de lo que tu mente puede procesar. Es el peso de miles de años, de millones de bloques, de un esfuerzo humano que desafía la lógica. Sientes la reverberación de su tamaño en el aire, en el ligero temblor del suelo, en la forma en que el viento, que antes era solo viento, ahora parece soplar con una historia milenaria.
A medida que te adentras, el olor es lo primero que te sorprende. No es el típico aroma de la ciudad, sino una mezcla seca y terrosa, como de piedra calentada por el sol durante siglos, mezclada con el suave rastro de los dromedarios cercanos. Te acercas a la Gran Pirámide, y si extiendes la mano, casi puedes sentir el calor residual de sus enormes bloques. Un anciano, sentado a la sombra de un pequeño toldo, te cuenta con voz rasposa que su abuelo solía decir que estas pirámides no se construyeron solo con piedra, sino con el sudor y la fe de un pueblo que creía que el alma de sus faraones se convertiría en estrellas. Que cada bloque era una oración silenciosa para que la vida continuara, incluso más allá de la muerte. No es solo una tumba, es un faro de esperanza tallado en piedra. Si escuchas con atención, entre el susurro del viento, casi puedes oír el eco de esos cantos y martillos, de esa fe inquebrantable.
Ahora, pasemos a lo práctico. Para moverte por Giza, lo mejor es usar Uber. Es más seguro, el precio es fijo y te evitas el regateo constante de los taxis, que puede ser agotador después de un día bajo el sol. Lleva siempre agua, y lleva mucha. No te confíes con la hora; el sol es intenso casi todo el día. Si vas por la mañana temprano, justo al abrir, te aseguras menos gente y una luz preciosa para las fotos. Por la tarde, antes del cierre, también es mágico, con las sombras alargándose. Vístete con ropa ligera y transpirable, preferiblemente de algodón o lino, que te cubra los hombros y las rodillas para protegerte del sol y también por respeto cultural. Un sombrero o gorra es imprescindible.
En cuanto a la comida y bebida, dentro del recinto de Giza las opciones son limitadas y caras, así que es buena idea llevar algún snack o fruta contigo. Fuera del área turística principal, encontrarás opciones más auténticas y económicas. Si buscas la mejor foto, el punto panorámico que está un poco más alejado de las pirámides (donde puedes ver las tres alineadas) es ideal, especialmente al amanecer o atardecer. Ten cuidado con los vendedores de souvenirs y los "guías" no oficiales; un "no, gracias" firme y una sonrisa suelen ser suficientes. No te sientas presionado a comprar o a montar en dromedario si no quieres. Disfruta del momento, de la inmensidad, y no te dejes agobiar.
Antes de irte, tómate un último momento para mirar hacia atrás. La inmensidad de las pirámides se va reduciendo a medida que te alejas, pero la sensación de haber estado en un lugar donde el tiempo se detiene, donde la historia se toca con los dedos, eso se queda contigo. Es un recordatorio de lo pequeños que somos y de lo grandioso que puede ser el espíritu humano. Respira hondo ese aire con sabor a arena y a siglos.
¡Hasta la próxima aventura!
Olya from the backstreets