Imagina que subes una pequeña colina en Bucarest. Tus pies sienten el asfalto que poco a poco da paso a un camino más antiguo. El bullicio de la ciudad se va apagando, sustituido por un silencio que se siente denso, casi palpable. El aire parece cambiar, volviéndose más fresco, más tranquilo, como si la propia atmósfera se preparara para algo más solemne. La pendiente no es muy pronunciada, pero te da una sensación de ascenso, de dejar atrás lo cotidiano.
Una vez arriba, el suelo cambia bajo tus pies. Ahora sientes la irregularidad de los adoquines, algunos gastados por siglos de pasos, otros más recientes. El espacio se abre y el aire es más amplio, ya no estás entre edificios. A tu izquierda, un campanario solitario puede que te regale el sonido de sus campanas si tienes suerte, una vibración profunda que resuena en tu pecho. Justo delante de ti, la iglesia principal te espera, imponente pero acogedora. No hay una entrada formal, simplemente atraviesas un arco o una verja abierta que te invita a pasar.
Al cruzar el umbral de la iglesia, el ambiente te envuelve. El aire en el interior es notablemente más fresco que fuera, una caricia en la piel. Un aroma penetrante de incienso y cera de abeja te inunda, espeso y dulce, un olor que se adhiere a la ropa y a la memoria. Escuchas un murmullo constante, oraciones susurradas, el eco de pasos lentos sobre la piedra. A veces, una voz profunda entona cánticos, resonando en el espacio y haciendo vibrar el aire a tu alrededor, casi puedes sentir las palabras en tu cuerpo. Puedes percibir la amplitud del lugar, la altura de los techos, aunque no los veas.
Hacia la derecha, oirás un crepitar suave. Es el lugar donde la gente enciende velas. Puedes sentir el calor de las pequeñas llamas si acercas la mano, y el olor a cera quemada es más intenso aquí. Si quieres encender una, encontrarás velas finas de cera de abeja. La gente se mueve con respeto, a veces besan los iconos o hacen la señal de la cruz. No hay asientos, así que te moverás de pie, a tu propio ritmo, explorando el espacio con tus otros sentidos, o te apoyarás en alguna pared fría para sentir el paso del tiempo.
Al salir de la iglesia, el aire exterior te golpea de nuevo, y puedes sentir el sol si es de día, o la brisa de la tarde. No te marches sin explorar el resto de la colina. Justo al lado de la catedral, hay un pequeño museo de arte religioso, que puedes sentir como un espacio más silencioso y contenido, donde el eco de tus pasos es más claro. También está el Palacio Patriarcal, que es el centro administrativo. Es un edificio grande, de presencia imponente, aunque no está abierto al público para visitas turísticas. Puedes pasear por los jardines, donde el sonido de tus pasos sobre la grava es el único acompañamiento.
Para que tu visita sea lo más agradable posible, te aconsejo ir por la mañana temprano o a última hora de la tarde. Hay menos gente y la atmósfera es más serena, lo que te permite sumergirte de verdad. Recuerda vestir con respeto: hombros y rodillas cubiertos son lo ideal, ya que es un lugar de culto activo. No te preocupes por las fotos; aunque la luz no te guíe, los sonidos, los olores y las texturas te darán una idea de la riqueza de su interior. Y sí, está permitido hacer fotos sin flash si quieres capturar el momento para otros. Es un sitio para sentir, para dejarte llevar por la atmósfera, más que para "ver" en el sentido tradicional.
Olya from the backstreets.