Prepárate para sentir la montaña, no solo verla. Imagina el aire, ese aire andino, tan frío que te pellizca la nariz con cada inhalación profunda, pero tan puro que sientes cómo te llena los pulmones hasta el último rincón. Caminas despacio, el crujido de la gravilla bajo tus botas es el único sonido que rompe el silencio inmenso, aparte de tu propia respiración acelerada. Puedes oler la tierra húmeda, un toque de hierba seca y, si la lluvia ha pasado, ese aroma fresco y limpio que solo la altura te regala. Tu piel siente el viento helado en las mejillas y la nuca, pero debajo de tus capas, ya empiezas a notar el calorcito que genera tu propio cuerpo al moverse. Es un esfuerzo, sí, pero cada paso te ancla más a este lugar sagrado.
A medida que asciendes, tu corazón late fuerte, un tambor constante que resuena en tus oídos. No es un latido de miedo, sino de vida, de desafío. Tus músculos de las piernas empiezan a sentirse pesados, pero el frío del aire te mantiene alerta. Puedes sentir cómo la altitud te exige más, cada respiración es un pequeño acto de voluntad. Pero entonces, la recompensa: el viento se vuelve un abrazo constante, y bajo tus pies, la tierra se siente más firme. Aunque no puedas verlas, la montaña se despliega, y sientes cómo la energía de sus colores vibrantes parece calentarte desde dentro, una promesa de la maravilla que te rodea. Es como si la tierra misma estuviera respirando, y tú, en ese momento, eres parte de su aliento.
En la cima, el silencio es casi absoluto, solo roto por el silbido del viento que juega con tus cabellos. Sientes la inmensidad del espacio a tu alrededor, una sensación de insignificancia y, al mismo tiempo, de conexión profunda. Imagina la textura de las rocas bajo tus dedos, ásperas y frías, pero con una calidez subyacente que parece vibrar. Los colores de la montaña, aunque no los veas, los sientes: la calidez de los ocres y rojos, la frescura de los verdes y púrpuras, como si la tierra hubiera abierto sus venas para mostrarte su corazón. Es un momento de pura quietud, donde el cansancio se disuelve y solo queda la asombrosa presencia de la naturaleza.
Mi abuela, que nació al pie de estas montañas, siempre decía que Vinicunca no era solo una montaña bonita. Contaba que, hace mucho, mucho tiempo, cuando los Apus (los espíritus de las montañas) estaban enojados, era Vinicunca quien hablaba con ellos. Sus colores, decía, eran las cicatrices de esas conversaciones, cada franja un lamento, una plegaria o una promesa. Por eso, para ella, y para muchos aquí, la montaña es un ser vivo, un guardián silencioso que recuerda las historias de la tierra y de su gente. No es solo piedra y color, es memoria.
Si vas a ir, lo primero es la altura. Llega a Cusco al menos un par de días antes para aclimatarte. Bebe mucha agua, evita el alcohol y la comida pesada. Puedes masticar hojas de coca o tomar pastillas para la altitud, el Sorojchi Pill es bastante común. Vístete en capas: una térmica, un forro polar y una chaqueta cortavientos impermeable es lo ideal. Guantes, gorro y braga para el cuello son un *must*.
Durante la caminata, no te apresures. El ritmo es clave. Si sientes que te falta el aire, para, respira hondo y sigue cuando te sientas mejor. Hay caballos disponibles para alquilar si no te sientes con fuerzas para hacer todo el recorrido a pie, especialmente el último tramo. Lleva siempre agua, algunos snacks energéticos (chocolate, frutos secos), protector solar y gafas de sol, aunque el día esté nublado, la radiación es fuerte.
Intenta salir muy temprano desde Cusco para ser de los primeros en llegar. Así evitas las multitudes y disfrutas de la montaña en su máxima expresión. Puedes contratar un tour, que es lo más fácil porque se encargan de todo (transporte, desayuno, almuerzo, guía), o ir por tu cuenta si te sientes más aventurero, aunque la logística es más complicada. Y por favor, no dejes basura, la montaña es sagrada y debemos respetarla.
Olya from the backstreets.