¡Hola! Acabo de volver de FAO Schwarz en Nueva York y, como sabes, no soy de esas que se quedan con la postal. Me gusta vivir los sitios, sentirlos. Y este lugar... Uff, es una experiencia total. Imagina que cruzas la puerta y, de repente, el aire cambia. Ya no huele a calle de Manhattan, sino a una mezcla dulce de plástico nuevo, algodón de azúcar y un toque de algo que te recuerda a tu propia infancia, no sé, como a esperanza. Escuchas un murmullo constante de risas y, sí, hay música, pero no es de fondo, es parte de todo: notas de piano que resuenan desde el centro de la tienda, mezclándose con el sonido de los niños correteando y los adultos riendo con una inocencia que no sabías que aún tenían. Sientes el suelo liso bajo tus pies, y una energía vibrante que te empuja hacia adelante. Es como si el espacio mismo te invitara a jugar.
Lo que más me gustó fue precisamente esa invitación a la interacción. No es solo mirar. Puedes tocarlo casi todo. En el centro, claro, está el famoso piano gigante en el suelo. Imagina pisar esas teclas con tus propios pies, sentir la vibración de cada nota que produces, grande y clara, resonando por todo el espacio. No importa tu edad, te sientes como un niño otra vez, saltando y creando tu propia melodía. Y luego están los empleados, vestidos como soldados de juguete, que no solo te guían, sino que *juegan* contigo. Te hablan, te hacen preguntas, te muestran cómo funciona un juguete. Es como si cada uno fuera parte de la magia, no solo un vendedor. Esto hace que la visita sea mucho más personal y menos transaccional de lo que esperas de una tienda tan grande.
Pero, seamos honestos, no todo es magia de cuento. Lo que no me terminó de convencer, y me sorprendió un poco, es lo increíblemente concurrido que puede llegar a ser. Especialmente alrededor del piano y las secciones más populares. Puedes sentir el calor de la gente a tu alrededor, el roce constante de los abrigos, y el sonido ambiente se vuelve más denso, menos claro. A veces, la multitud puede opacar un poco esa sensación de asombro inicial. Y, claro, es una tienda, y eso significa que el lado comercial está muy presente. Cada rincón te invita a comprar. Mi sorpresa fue darme cuenta de que, a pesar de todo, la experiencia seguía siendo lo principal. No te sientes presionado a comprar, sino a *participar*.
Si vas, te doy un par de consejos prácticos, como si te los mandara por audio. Primero, si puedes, ve entre semana y a primera hora de la mañana. Te ahorrarás gran parte de la aglomeración y podrás disfrutar mejor de los espacios y las interacciones. Segundo, ten en cuenta que no es un lugar para comer. Hay alguna que otra máquina de bebidas o un puesto de dulces, pero si quieres algo sustancioso, tendrás que salir. Y último, pero no menos importante: los precios. Es Nueva York, es una tienda icónica, así que los juguetes son caros. Si vas con niños y no quieres gastar mucho, prepárate para la conversación sobre "solo mirar" o establece un presupuesto claro antes de entrar. Pero, ¿vale la pena? Sí, si buscas una experiencia interactiva y un momento de pura nostalgia o asombro infantil.
Al final, sales con una sensación diferente, no solo con bolsas. Sales con el eco de las risas y la vibración de las notas del piano en la memoria. Es un lugar que te recuerda que la alegría es contagiosa y que, a veces, solo necesitas saltar sobre un piano gigante para sentirte completo.
¡Un abrazo desde la carretera!
Léa de la carretera