Acabo de volver de Yosemite Valley y, mira, tienes que ir. Imagina que llegas y lo primero que sientes es el aire, fresco y limpio, que te llena los pulmones. No hay ruidos de ciudad, solo el murmullo lejano del agua y el canto de los pájaros. Caminas por el valle y tus pies notan la tierra suave bajo las zapatillas, a veces húmeda por la cercanía de un arroyo, otras veces firme sobre los caminos de asfalto. El sol, incluso en un día nublado, se filtra entre las copas altísimos de los pinos, creando parches de luz y sombra que te guían. Es como si el valle mismo te respirara, envolviéndote.
Luego, te acercas a las cascadas, como Yosemite Falls. Mucho antes de verla, el sonido te envuelve. Es un rugido constante, poderoso, que te vibra en el pecho, un estruendo que te hace sentir la fuerza de millones de litros de agua cayendo. A medida que te aproximas, el aire se vuelve más denso, más frío, y sientes una fina llovizna en la piel, como si la montaña te estuviera bendiciendo con su rocío. Puedes estirar la mano y sentir las gotas diminutas, frescas, que el viento arrastra. Es una sensación de poder crudo, de naturaleza indomable.
Y cuando estás ahí, en el corazón del valle, levantas la cabeza – o, si no pudieras ver, sentirías la inmensidad que te rodea. Es como estar en el fondo de una catedral gigante, hecha de granito pulido por el tiempo, con paredes que suben y suben hasta tocar el cielo. Sientes la escala, la antigüedad de todo. La brisa trae el olor a pino y a tierra mojada. A veces, si cierras los ojos, puedes casi saborear el aire puro, con un toque metálico de roca y agua. Es una experiencia que te empequeñece y te conecta a la vez.
Un tip súper práctico: una vez dentro del valle, olvídate del coche. El shuttle gratuito es tu mejor amigo. Pasa muy a menudo, te deja en todos los puntos clave – senderos, miradores, centros de visitantes – y te ahorra un montón de estrés buscando parking, que es casi imposible. Es súper eficiente y te permite moverte libremente sin preocuparte.
Lo que no me gustó tanto es la cantidad de gente. Especialmente en los puntos más famosos y en temporada alta. Si vas en verano o fines de semana, prepárate para compartir el espacio. Madrugar es clave si quieres algo de tranquilidad. Ver el amanecer en El Capitán o Half Dome sin multitudes es una pasada, o ir a los senderos menos conocidos.
Lo que me sorprendió de verdad fue la vida salvaje. Estaba por todas partes, y no solo en la distancia. Venados pastando tranquilamente al lado del camino, ardillas descaradas que casi te piden comida y, sí, vi un oso negro, a una distancia segura, claro. Te recuerda que estás en su casa y que eres un invitado. Es increíble lo integrada que está la fauna con la presencia humana, aunque siempre hay que respetar su espacio.
Es un lugar que te resetea, te hace sentir pequeño, sí, pero también increíblemente vivo y conectado con algo mucho más grande. No es solo un paisaje para ver, es una experiencia para sentir con cada parte de tu cuerpo.
Un abrazo desde la carretera,
Olya from the backstreets