¡Hola! Acabo de volver de Lookout Mountain, aquí en Denver, y sabes, tengo la cabeza aún allí arriba. Imagina esto: estás en el coche, la carretera empieza a serpentear, subiendo y subiendo. Cada curva te regala un poquito más de cielo. Sientes cómo la presión en los oídos cambia suavemente, y el aire que entra por la ventanilla se vuelve más fresco, con ese olor inconfundible a pino y tierra húmeda, como si la montaña misma te diera la bienvenida. A medida que ganas altura, el mundo de abajo empieza a encogerse, y una sensación de expectación te envuelve, como cuando sabes que estás a punto de descubrir algo grande.
Cuando llegas y pones un pie fuera del coche, es como si el viento te diera la bienvenida con un abrazo frío y limpio. Escuchas el susurro del aire entre los árboles, a veces el eco lejano de alguna voz, pero sobre todo, una quietud inmensa. Si extiendes la mano, casi puedes sentir el vacío bajo tus dedos, la inmensidad del valle que se extiende ante ti. Denver, allá abajo, parece un mapa de juguete, con sus edificios como piezas de Lego y las carreteras como hilos finos. El sol, si tienes suerte, te calienta la cara mientras tus ojos intentan abarcar la inmensidad de las Rocosas, una pared de picos que se pierden en el horizonte.
Justo ahí, al lado de ese mirador brutal, tienes el Museo y la tumba de Buffalo Bill. No esperes un Louvre, es más bien un museo pequeño, pero curioso. Si eres de los que les gusta un buen cuento del Oeste, te entretendrá un rato. Puedes ver objetos de la época, aprender un poco sobre su vida y, claro, visitar su tumba, que es un punto de peregrinación para muchos. Es una parada rápida, quizás media hora, y es gratuita, así que por qué no. No es el motivo principal para subir, pero le añade un toque de historia al viaje.
Pero la verdadera magia, para mí, no se queda solo en el mirador principal o en el museo. Unos pasos más allá, te pierdes en los senderos que serpentean entre los pinos. El suelo bajo tus pies cambia, de asfalto a tierra suelta y agujas de pino. Escuchas el crujir de las ramas secas al pisar, el canto de algún pájaro escondido, y el aire se vuelve aún más puro, más denso con el aroma del bosque. Ahí arriba, lejos del bullicio, la tranquilidad es palpable. Puedes tocar la corteza rugosa de los árboles, sentir la brisa fresca en tu piel, y dejar que el silencio del bosque te envuelva, respirando hondo y sintiéndote parte de algo mucho más grande.
Un par de cosas que aprendí y te vendrán bien si decides ir. Primero, intenta ir a primera hora de la mañana o al final de la tarde, justo antes del atardecer. Es cuando menos gente hay y la luz es una pasada. El parking es limitado y se llena rápido. Lleva siempre agua, incluso si solo vas a la vista principal, y ropa de capas; el tiempo en la montaña cambia en un suspiro. La carretera es fácil de conducir, pero ten cuidado con las curvas. Y sí, es súper accesible, no tienes que ser un senderista experto para disfrutarlo.
¿Qué me sorprendió? La facilidad con la que llegas a ese punto de vista tan brutal. Esperaba algo más complicado, pero es un paseo en coche de nada desde Denver y te plantas en un paisaje de postal. Lo que no me encantó del todo fue la aglomeración de gente en el mirador principal en las horas punta. Desvirtúa un poco la sensación de inmensidad. Pero si te alejas un poco, como te decía, la cosa cambia y encuentras tu propio rincón de paz. Es un sitio que te hace sentir pequeño, pero de la buena manera, ¿sabes?
¡Un abrazo desde la carretera!
Max de la ruta