Imagina que el aire de Praga aún tiene ese frío que te pellizca la nariz, pero ya no es la noche. Estás en la Plaza de Wenceslao, pero no la que conoces por las postales. Es temprano. Muy temprano. El sol apenas asoma por encima de los edificios, tiñendo el cielo de un azul grisáceo y luego de un rosa pálido. Hay un silencio diferente. No es el silencio absoluto del campo, sino uno urbano, amortiguado. Puedes escuchar el eco distante de un tranvía que se acerca, un sonido que se arrastra por el adoquín húmedo. Y luego, si te quedas quieto, si realmente respiras hondo, notas un aroma tenue pero inconfundible. No es el de la cerveza o la comida turística. Es algo más sutil, un dulzor a levadura y a pan recién horneado, mezclado con el ligero olor a humedad del amanecer. Es el primer aliento de la ciudad despertando, un secreto que solo los madrugadores o los que viven aquí pueden captar antes de que el bullicio lo borre todo.
Para sentir esto que te cuento, la clave es madrugar. No me refiero a las 8 de la mañana; piensa más bien en las 6:30 o 7:00, especialmente entre semana. La plaza está casi vacía entonces. No busques el centro, sino acércate a los laterales, cerca de las entradas a las galerías o pasajes. Algunos de esos pequeños hornos o panaderías están empezando a trabajar. No esperes verlos, es más una sensación que una vista. Y sí, llévate un buen abrigo, el frío de la mañana en Praga es real, incluso en primavera. Es tu momento para tener la plaza para ti, antes de que los grupos de turistas inunden cada rincón.
Mientras sigues allí, con la plaza despertando, prueba a cerrar los ojos un momento. Siente el suelo bajo tus pies. Si estás cerca de la vía del tranvía –y sí, los tranvías cruzan la parte baja de la plaza–, notarás una vibración sutil, un temblor lejano que se acerca y luego se aleja. Es como el pulso de la ciudad. No es ruidoso, no es obvio. Es una resonancia que te sube por las plantas de los pies, un recordatorio constante de que, bajo toda la historia y la grandiosidad, la ciudad sigue viva, moviéndose, transportando a su gente. Puedes escuchar el chirrido metálico de las ruedas sobre los rieles, un sonido muy particular que se mezcla con el ambiente, pero que en la quietud de la mañana resalta más.
Para notar esa vibración de la que te hablo, lo mejor es situarse en la parte baja de la plaza, cerca de la parada de tranvía de 'Václavské náměstí' o 'Muzeum'. Verás que los tranvías 3, 5, 6, 9, 14, 24, y los nocturnos, pasan por ahí. No necesitas subirte, solo quédate parado en la acera o en el bordillo. Observa cómo los locales suben y bajan, cómo los carritos de bebé se pliegan y despliegan en segundos. Es una parte fundamental de su día a día, y te da una perspectiva diferente de cómo funciona la ciudad más allá de los puntos turísticos obvios. Si te animas, un viaje corto en tranvía es una forma genial de ver la ciudad sin gastar mucho y sin el estrés del metro.
A medida que la mañana avanza y el sol empieza a calentar de verdad, el aire en la plaza cambia. Esa sutil fragancia a levadura y humedad matinal se disipa. En su lugar, comienza a aparecer un olor diferente, más denso, más dulce y especiado. Es el aroma de las *trdelník* recién hechos, ese dulce enrollado que se cocina sobre brasas, con canela y azúcar. Puedes sentir el calor radiante de los puestos incluso antes de verlos. Es un aroma que, para muchos, se asocia directamente con Praga, pero para un local, marca el momento en que la plaza se transforma de un lugar de paso a un centro de actividad y deleite, un cambio olfativo que indica que el día turístico ha comenzado.
Esos olores a *trdelník* y otras delicias empiezan a ser evidentes a partir de media mañana, sobre las 9:30 o 10:00. Los puestos se instalan en la parte central de la plaza, a lo largo de la amplia avenida peatonal. Aunque el *trdelník* es popular entre los turistas, los locales también lo disfrutan, especialmente los niños. Un consejo: no te quedes solo con el clásico de azúcar y canela. Prueba los que llevan chocolate por dentro, o incluso los salados con queso. Y fíjate en la destreza con la que los enrollan y los giran sobre el fuego. Es un pequeño espectáculo que forma parte de la experiencia y que a menudo pasa desapercibido si solo te centras en comprar y marcharte. Es la señal de que la Plaza de Wenceslao ha despertado por completo.
Olya, desde los adoquines