¡Hola, amiga!
Acabo de volver de Warnemünde, el puerto de Rostock, y te tengo que contar todo, ¡como si estuviéramos tomando un café!
La llegada y esa primera bocanada de aire
Imagina que el barco se desliza suavemente hacia el muelle. Sientes esa vibración final, la que te dice que estás a punto de pisar tierra. Cuando desembarcas, lo primero que te golpea es el aire: fresco, salado, con ese toque inconfundible del Mar Báltico. Es como si te llenara los pulmones y te despejara la cabeza. No hay un gran edificio de terminal, no. Solo el muelle, las gaviotas gritando y la brisa marina que te acaricia la piel, dándote la bienvenida. Es una sensación de libertad inmediata, de estar ya en el corazón de un lugar, no en las afueras.
Paseando por el muelle y descubriendo el pueblo
Caminas por el muelle, escuchas el suave tintineo de los mástiles de los veleros que están amarrados cerca. A cada paso, el suelo firme bajo tus pies te recuerda que ya no estás en el vaivén del barco. El aroma empieza a cambiar: se mezcla el salitre con un ligero toque a pescado fresco, y si hay algún puesto cerca, quizás hasta a gofres o a cerveza. Enseguida notas el ambiente relajado, de un pueblo costero. Puedes sentir el sol en tu cara, si tienes suerte, o la frescura de una nube pasajera. Es como si el pueblo te invitara a entrar, sin prisas, con su propio ritmo.
Moverse desde el barco: ¡Más fácil imposible!
Mira, para serte sincera, lo mejor de Warnemünde es lo increíblemente fácil que es moverse. El barco atraca prácticamente en el centro del pueblo. No necesitas taxis, ni autobuses lanzadera complicados. Bajas del barco y, literalmente, en cinco o diez minutos caminando tranquilamente, estás en la calle principal, la "Am Strom", con sus casitas de pescadores y sus barcos. Si quieres ir a Rostock, la estación de tren está a un corto paseo, y los trenes son frecuentes y directos. Es tan cómodo que te quita cualquier estrés de la cabeza, como si ya conocieras el lugar.
Lo que me encantó: el encanto sin esfuerzo
Lo que más me gustó fue la atmósfera. Es un pueblito de cuento, con un encanto muy auténtico. Me encantó la cercanía a la playa, que es preciosa, de arena fina y con esas sillas de playa tan típicas de Alemania. Y la comida... ¡Madre mía, los bocadillos de pescado fresco! Prueba los "Fischbrötchen". Ese sabor a mar, a simpleza, es una delicia. Es un lugar para pasear, para sentarse en un banco y ver la vida pasar, para sentir la brisa y disfrutar de la tranquilidad. Es como una postal que cobra vida.
Lo que no me terminó de convencer: si buscas jaleo, no es tu sitio
Si buscas un puerto con muchísimas tiendas de lujo justo al bajar del barco, o una vida nocturna vibrante, Warnemünde no es eso. Es un pueblo costero tranquilo. Puede que en temporada alta se llene bastante de turistas de crucero, y algunos de los restaurantes más populares pueden tener cola. Además, si el tiempo no acompaña, que en el Báltico puede pasar, el pueblo pierde un poco de su magia playera. Es un lugar para la calma, no para la adrenalina.
La gran sorpresa: ¡la playa está a la vuelta de la esquina!
Lo que más me sorprendió fue lo accesible que es la playa. Pensaba que sería un paseo largo o que necesitarías transporte, pero no. Desde la calle principal del pueblo, la playa está literalmente a unos pocos minutos andando. Es como si el pueblo y el mar se fundieran. Puedes bajar del barco, pasear por las tiendas, y en un abrir y cerrar de ojos, estar descalza en la arena, sintiendo las olas a tus pies. Esa facilidad para pasar del ambiente portuario al de un balneario fue algo que no esperaba para nada y me encantó.
¡Ya me contarás si te animas a ir!
Clara, de viaje.