¡Hola, trotamundos! Hoy te llevo a un rincón de Roma donde la historia y la modernidad se dan la mano de una forma que te va a erizar la piel. Hablamos del Museo dell'Ara Pacis. Imagina que sales del bullicio de la ciudad, el sonido de los coches se va apagando y, de repente, sientes un cambio en el aire. Es más fresco, más silencioso. Caminas sobre un suelo liso y pulido, y notas cómo el espacio se abre a tu alrededor. Es como entrar en un remanso de paz, un cubo de luz y silencio en medio del caos romano. Aquí, el aire acondicionado te envuelve con su frescura, un contraste bienvenido con el calor de fuera, y el eco de tus propios pasos te acompaña, recordándote la inmensidad del lugar.
Avanzas unos pasos más y la sientes. Es la Ara Pacis Augustae, el Altar de la Paz de Augusto. No es solo una construcción; es un silencio palpable que emana de la piedra. Puedes extender la mano y, aunque no la toques directamente (por respeto, claro), casi puedes sentir la frialdad ancestral del mármol, su superficie lisa y pulcra, casi pulida por el tiempo y la historia. La percibes grande, imponente, ocupando el centro del espacio, y te das cuenta de que no es un objeto más, sino el corazón de todo lo que te rodea. Su presencia es tan fuerte que casi puedes oler el polvo milenario mezclado con el aroma limpio y neutro del museo.
Ahora, acércate. Con tus manos, casi puedes recorrer los relieves que adornan sus muros. Siente la procesión que desfila por sus lados. Imagina la textura de los mantos que caen, la suavidad de las togas, la firmeza de las sandalias. Aquí ves a Augusto, su familia, los senadores. Cada figura tiene una historia grabada en la piedra. Puedes percibir la solemnidad de sus rostros, la calma en sus posturas. Presta atención al panel de Tellus (la Madre Tierra): casi puedes sentir la abundancia de la naturaleza, la dulzura de los niños en sus brazos, la brisa que mueve los velos. Es como si el tiempo se detuviera y pudieras escuchar el suave murmullo de aquella procesión de hace dos mil años.
Lo más fascinante de este lugar es cómo la antigüedad del altar dialoga con la modernidad del edificio que lo alberga, diseñado por Richard Meier. De repente, sientes la luz natural filtrándose por los grandes ventanales, inundando el espacio y haciendo que el mármol brille. Es una sensación de apertura, de conexión entre el pasado y el presente. Si te acercas a las paredes exteriores del museo, a través del cristal, puedes casi oler el aroma a pino que a veces trae la brisa del Tíber, y escuchar el lejano sonido de las golondrinas. Es un espacio que te invita a la reflexión, a sentir la paz que quiso transmitir Augusto, y a entender que la historia no está solo en los libros, sino que se puede tocar y sentir en cada rincón.
Para que lo disfrutes al máximo, te sugiero una ruta sencilla. Al entrar, tómate un momento para sentir el espacio moderno del edificio. No te precipites. Luego, dirígete directamente al altar, la Ara Pacis. Acércate, siente su presencia central. Una vez ahí, empieza a recorrer sus relieves lentamente, de izquierda a derecha. Tómate tu tiempo para "leer" las historias que te cuentan las figuras. No te agobies con cada cartel explicativo; lo importante es la conexión sensorial con la obra. Si tienes poco tiempo y no eres un experto en historia romana, puedes pasar más rápido por las vitrinas laterales con fragmentos más pequeños o textos muy densos, y concentrarte en la obra principal. Para el final, busca un lugar donde puedas sentarte o simplemente pararte a una distancia prudencial, y contempla la Ara Pacis en su totalidad, dentro de ese cubo de cristal. Desde ahí, también puedes percibir la vista del Mausoleo de Augusto justo enfrente, sintiendo la resonancia de dos monumentos tan significativos.
Olya from the backstreets.