¿Listo para sentir Lima de una forma diferente? Hoy te llevo a la Iglesia de Santo Domingo, un lugar que no solo ves, sino que *vives* con cada sentido. Imagina que estamos en el Jirón Camaná, en pleno Centro Histórico. Sientes el bullicio de la calle, el ir y venir de la gente, el olor a comida que se mezcla con el escape de los buses. Ahora, da un paso. Cruza el umbral de madera maciza de la entrada principal de la iglesia. ¿Lo sientes? Ese cambio brusco. El ruido exterior se atenúa, casi como si una manta gruesa lo absorbiera. El aire se vuelve más fresco, más denso, y un sutil aroma a incienso y a madera antigua te envuelve. Estás dentro. La vastedad del espacio se percibe en el eco de tus propios pasos, en el murmullo lejano de alguna oración. La entrada al convento, que es donde está la magia, suele costar unos pocos soles (revisa los horarios, normalmente abren de 9 AM a 6 PM, pero siempre es bueno confirmar en su web oficial o en la puerta).
Una vez dentro de la nave principal, camina despacio. Siente el frescor de las baldosas bajo tus pies, la solidez de las columnas de piedra. Si extiendes la mano, podrás tocar la madera lisa y pulida de los bancos, que han acogido a generaciones de fieles. El ambiente es de recogimiento. Escucha el eco de tus pasos resonando en la altura, y si hay gente, el suave susurro de sus rezos. Aquí, busca los altares de la Virgen del Rosario, patrona de Lima, y los de Santa Rosa y San Martín de Porres, dos santos peruanos importantísimos. Sus historias están grabadas en los retablos dorados, que aunque no puedas verlos, puedes *sentir* la devoción que emanan. Después de absorber la calma de la iglesia, busca el pasaje que te lleva al convento. A menudo es una puerta lateral, a veces discreta, que te saca de la nave principal hacia un corredor más estrecho y quizás más oscuro al principio.
Y aquí es donde el convento respira. Al cruzar esa puerta, de repente se abre un espacio cuadrado, el Claustro Principal. Sientes el aire moverse de forma diferente, más tranquilo, más contenido. El suelo es de piedra, a veces con un patrón que puedes seguir con los pies. Imagina el sol cayendo en el patio central, donde a menudo hay un jardín pequeño o una fuente. Si la hay, el suave chapoteo del agua es un bálsamo para el oído, un contraste con el bullicio de la calle. Toca las paredes de piedra tallada, siente su antigüedad, la historia que se pega a la yema de tus dedos. Aquí, los frailes dominicos han caminado por siglos, sus sandalias resonando en estos mismos pasillos. Este era su mundo, su lugar de meditación y estudio. Es un respiro, un oasis en medio de la ciudad.
Desde el claustro, busca la entrada a la Sala Capitular. Es una puerta grande, a menudo de madera pesada, que al abrirse te introduce en un espacio más formal. Aquí se tomaban decisiones importantes, se elegía a los priores, se discutían asuntos cruciales. Sientes la solemnidad del lugar, el eco de voces importantes que una vez llenaron la estancia. Si hay bancas, tócalas, siente la madera pulida por el uso. En las paredes, aunque no las veas, hay cuadros que narran la historia de la orden, la vida de sus santos. Puedes pedirle a alguien que te describa uno de los lienzos más grandes, para que puedas imaginar las figuras, los colores vibrantes y las expresiones de los personajes. Cada sala alrededor del claustro tiene su propia historia, su propio ambiente. No tengas prisa.
Ahora, busca las escaleras. Siente cómo los escalones de piedra están gastados en el centro, señal de incontables subidas y bajadas. Te llevan al segundo piso, al claustro superior. Aquí, el aire es un poco más ligero, y puedes sentir una brisa más perceptible. Escucha los sonidos de la ciudad que llegan desde arriba, atenuados pero presentes. Desde aquí, la joya de la corona, la Torre del Campanario. Este es el gran final, lo que guardamos para el último. La subida es estrecha, a veces un poco empinada, pero cada paso vale la pena. Siente la piedra fría bajo tus manos mientras te apoyas. Una vez arriba, el viento te golpea suavemente la cara. Escucha el vibrar del aire, los sonidos de Lima extendiéndose a tus pies: el claxon lejano, el murmullo de la gente, el grito de un vendedor. Y si tienes suerte, el repique de las campanas, una vibración que no solo oyes, sino que sientes en todo tu cuerpo. Es una forma de conectar con la ciudad, de sentir su pulso desde lo alto, y de recordar que, aunque el convento sea un remanso, la vida de Lima sigue vibrando justo al lado.
Espero que esta pequeña aventura por Santo Domingo te haya permitido sentir un pedazo de Lima con todos tus sentidos. ¡Hasta la próxima ruta!
Olya from the backstreets