¡Hola, trotamundos! Acabo de volver de la Estatua de la Libertad en Nueva York y tengo que contártelo todo, como si estuviéramos tomando un café.
Imagina esto: subes al ferry, y el viento empieza a soplarte en la cara, trayendo ese olor salado del Atlántico mezclado con el aire fresco de la bahía. Al principio, ves el *skyline* de Manhattan empequeñecerse detrás de ti, y sientes una vibración constante bajo tus pies, el motor del barco zumbando. Luego, a lo lejos, emerge ella. No es solo una silueta; es una presencia que crece y crece. Me sorprendió muchísimo lo *verde* que es, no el cobre brillante de las fotos antiguas, sino un verde turquesa profundo, casi como si hubiera crecido del océano. Y la escala... por mucho que la veas en fotos, no te prepara para el momento en que la tienes delante, imponente, con esa antorcha apuntando al cielo. Es un momento que te pone los pelos de punta, la verdad.
Una vez en Liberty Island, sientes el suelo firme bajo tus zapatillas, pero la sensación de majestuosidad no se va. Caminas por los senderos, y a tu alrededor, escuchas un murmullo constante de idiomas de todo el mundo, risas de niños, y el suave clic de las cámaras. Te acercas a la base de la estatua y tienes que inclinar la cabeza hacia atrás, cada vez más, para verla entera. La textura de la piedra de la base es fría y rugosa si la tocas, y el sol, si hace buen día, se siente cálido en tu piel mientras la miras. Es un lugar donde el tiempo parece ralentizarse, y te envuelve una sensación de historia inmensa, casi puedes sentir el eco de los millones de sueños que ha presenciado. Para las fotos, busca los pequeños recovecos del sendero que rodea la isla; siempre hay un hueco donde la gente se dispersa un poco más.
Ahora, hablemos de lo que no fue tan idílico: intentar subir al pedestal o, ¡ay, la corona! Prepárate, porque esto es un verdadero dolor de cabeza si no lo planificas. La seguridad es tipo aeropuerto, y las colas, incluso con tickets, son largas. Para la corona, tienes que reservar con *meses* de antelación, y aun así es una lotería. Si no consigues entrada para subir, no te frustres; la experiencia desde la base y en la isla sigue siendo increíble. Dentro, si tienes la suerte de entrar, las escaleras son estrechas y el aire se siente un poco denso, pero la vista desde las ventanas del pedestal, aunque sean pequeñas, te da una perspectiva única de la bahía. Lo que no me gustó es que una vez dentro, no hay mucha explicación, y sientes que todo el proceso es más por el "check" de haber subido que por una inmersión real.
Después de la Estatua, el mismo ferry te lleva a Ellis Island, y esto, amigo, es *esencial*. El ambiente cambia por completo. Es más silencioso, más introspectivo. Caminas por los pasillos del museo y es como si pudieras escuchar las voces de los inmigrantes que llegaron con la esperanza de una nueva vida. El suelo de madera cruje bajo tus pies, y las exhibiciones son tan vívidas que casi puedes oler el miedo y la esperanza. Hay una sala donde ves las pertenencias que traían consigo, y sientes un nudo en la garganta. Es un contraste brutal con la grandiosidad de la Dama de la Libertad y te da una dimensión humana y emocional que no te esperas. Dedícale al menos un par de horas, de verdad, merece la pena. Y lleva algo de beber y algún snack, porque las opciones de comida en ambas islas son limitadas y caras.
En resumen, la Estatua de la Libertad es un ícono, claro, pero lo que realmente te llega es la sensación de historia y el viaje en ferry. Lo que no me convenció fue lo masificado y el proceso de seguridad, que le quita un poco de magia al principio. Pero la sorpresa fue la emoción que sientes en Ellis Island y lo impresionante que es la Estatua en persona, mucho más de lo que imaginaba. Mi consejo final: ve a primera hora de la mañana para evitar las multitudes, lleva calzado cómodo porque vas a caminar mucho, y no subestimes el impacto emocional de Ellis Island. ¡Es una experiencia que te marca!
¡Hasta la próxima aventura!
Olya from the backstreets