¡Hola, viajeros! Hoy os transporto a un rincón de Vilna donde el tiempo parece susurrar entre muros antiguos: la Iglesia de San Francisco de Asís, conocida como Bernardinu Parapija.
Imagina el eco suave de tus pasos sobre el frío pavimento de piedra, un sonido que se disipa rápidamente en la inmensidad abovedada. El bullicio de la calle queda amortiguado, casi inexistente, reemplazado por un silencio profundo, roto solo por el crujido ocasional de una vieja viga de madera o el leve roce de una brisa que se cuela por alguna rendija. El aire es denso, cargado con el aroma de siglos: una mezcla terrosa de piedra húmeda y cal, el dulzor tenue de cera de abeja pulida en la madera, y una nota sutil, casi imperceptible, de incienso antiguo que se aferra a las telas y los rincones. Bajo tus dedos, la piedra de los pilares se siente rugosa y fría, con pequeñas imperfecciones que cuentan historias. Las bancas de madera, desgastadas por innumerables oraciones, ofrecen una superficie lisa y pulida al tacto, mientras que los dinteles tallados, si los alcanzas, revelan un laberinto de relieves intrincados, ásperos y polvorientos. El suelo, irregular en algunos puntos, obliga a un andar consciente, un ritmo pausado. La atmósfera impone una cadencia lenta, casi meditativa. Cada paso es deliberado, el cuerpo se ajusta a la gravedad del espacio, invitando a la introspección. Es un ballet silencioso, donde el único compás lo marca tu propia respiración y el vasto silencio que te envuelve.
Espero que hayáis podido sentir la magia de este lugar con vuestros sentidos. ¡Hasta la próxima aventura!