¿Estás pensando en Les Saintes Maries de la Mer? ¡Uf, qué lugar! Mira, no es solo un pueblo costero. Es una inmersión en algo mucho más salvaje.
Cuando llegas, lo primero que te golpea es el viento. Lo sientes en la cara, trayendo ese olor inconfundible a sal y a tierra mojada, a marisma. Imagina el aire denso, casi dulce, mezclado con un toque mineral. Luego, escuchas el graznido de las gaviotas, no como las de la ciudad, sino más agudas, más libres. Caminas y el suelo cambia bajo tus pies, de la piedra al asfalto y de repente, sientes la tierra más suelta, como si el pueblo mismo se estuviera desdibujando en la naturaleza circundante. Es como si el paisaje te abrazara antes de que veas nada, con ese olor a hierbas salvajes, a tamarindos, que te dice que ya no estás en la Provenza "clásica", sino en la Camarga.
Una vez en el centro, te encuentras con la iglesia, la Église Notre-Dame-de-la-Mer. Es imponente, casi como una fortaleza. Acerca tu mano a sus muros y notarás la aspereza de la piedra antigua, calentada por el sol. Dentro, el aire es fresco, un alivio del calor exterior, y huele a cera e historia, a siglos de devoción. Escucharás el eco de tus propios pasos, el murmullo bajo de los visitantes y, a veces, el repique de las campanas que resuena por todo el pueblo. Si subes a la azotea, sientes el viento con más fuerza, te despeina, y oyes el mar, que antes era un rumor lejano, ahora más presente, como un aliento constante. Es una sensación de amplitud, de estar en un punto de observación entre la tierra y el agua, con el sol directamente sobre ti.
Después de la iglesia, el mar te llama. Cierra los ojos y camina hacia la playa. Sientes la arena bajo tus pies, primero caliente, luego más fresca a medida que te acercas a la orilla. El sonido de las olas rompiendo es una melodía constante: el susurro suave cuando se retiran, el estruendo cuando llegan. Deja que el agua te toque los tobillos; es fría al principio, pero refrescante, y luego sientes cómo las pequeñas conchas y la arena se mueven entre tus dedos. El olor a yodo y a sal es intenso, te llena los pulmones. Puedes pasar horas simplemente sintiendo la brisa marina en tu piel, el sol en tu rostro y el ritmo hipnótico del océano.
Pero Les Saintes Maries de la Mer es también la puerta a la Camarga salvaje. Imagina cabalgar: el olor a tierra y a sudor de caballo, el sonido rítmico de los cascos sobre el terreno, el viento en tu pelo mientras te adentras en las marismas. Podrías escuchar el batir de alas de los flamencos rosados mientras levantan el vuelo, o el resoplido de los toros camargueses pastando cerca. La comida aquí es una experiencia en sí misma: prueba la "gardiane de taureau", un estofado de toro que se deshace en la boca, con un sabor profundo, casi terroso. O el marisco fresco, que sabe a mar y a sol. Es una conexión con la tierra y sus criaturas, una sensación de libertad y de estar en un lugar donde la naturaleza aún manda.
Para que todo fluya, un par de cosas prácticas: la mejor época para ir es en primavera u otoño, así evitas el calor más intenso del verano y la multitud. Lleva siempre un sombrero, gafas de sol y crema solar, el sol aquí pega fuerte. Y calzado cómodo, porque querrás caminar, explorar. Si vas en coche, hay varios aparcamientos de pago a las afueras, y desde ahí puedes ir andando a todas partes. Si no conduces, hay autobuses que conectan con Arlés, y desde allí trenes a otras ciudades como Avignon. No te compliques con demasiados planes, simplemente déjate llevar por el ritmo del lugar, es la mejor manera de vivirlo.
¡Espero que lo sientas tan intensamente como yo!
Max in motion