¡Hola, trotamundos! Acabo de volver de Venecia y tengo que contarte todo sobre el Gran Canal. Imagina que tus pies ya no tocan el suelo firme, sino que sientes una leve vibración bajo ti, un vaivén constante. Cierras los ojos y lo primero que te golpea es el olor: no es solo sal, es una mezcla de humedad antigua, de piedra mojada por siglos y un dulzor casi imperceptible que flota en el aire. Abres los ojos y el mundo se mueve contigo. No hay coches, solo agua, y un murmullo constante de chapoteos, el suave rasgar de los remos de una góndola pasando cerca, y el chuc-chuc rítmico de los vaporettos. Te sientes minúsculo, pero al mismo tiempo, extrañamente parte de algo gigantesco y eterno.
Mientras te deslizas por el Gran Canal, sientes la brisa fresca en tu cara, mezclada con el sol cálido que se filtra entre los edificios. A veces, la sombra de un puente te envuelve por un instante, y luego vuelves a la luz cegadora que baila sobre el agua. Escuchas las voces de los gondoleros, sus cantos resonando en los muros de los palacios centenarios, y el parloteo de miles de idiomas que se mezclan en una sinfonía única. Lo que no me gustó al principio fue la sensación de agobio, de ser uno más en ese río de gente y barcos, pero poco a poco, te das cuenta de que esa es su esencia, su pulso vital.
Si quieres vivirlo de verdad sin dejarte un riñón, el vaporetto es tu mejor amigo. Coge una tarjeta ACTV para varios días, es un salvavidas. Con ella, puedes subir y bajar cuantas veces quieras, es como un autobús acuático. Una góndola te puede costar una fortuna (más de 80 euros por 25-30 minutos), y aunque es la experiencia icónica, el vaporetto te da una perspectiva igual de impresionante, y te permite moverte por toda la ciudad de forma eficiente.
Lo que más me sorprendió fue la "autopista" acuática en sí. Pensaba que sería un paseo tranquilo, pero es un tráfico constante, organizado y caótico a la vez. Ves góndolas, vaporettos, taxis acuáticos, barcos de carga, ambulancias... ¡todo fluye por ahí! Y mientras pasas, sientes la historia en cada ladrillo de los palacios que se alzan a ambos lados, algunos descaradamente opulentos, otros con la pintura desconchada, revelando capas de vida. A pesar de la multitud, hay momentos en los que el tiempo parece detenerse, y solo escuchas el agua lamiendo los cimientos y el eco de tu propia respiración.
Para realmente apreciar el Gran Canal, intenta ir a primera hora de la mañana, justo al amanecer. La luz es mágica, los colores se intensifican, y la tranquilidad es casi palpable antes de que lleguen las hordas de turistas. Otra forma genial y barata de cruzar el canal como un local es usando los "traghetto". Son góndolas comunitarias que te llevan de un lado a otro por apenas un par de euros. No es un paseo turístico, sino una forma auténtica de cruzar, de pie, como lo hacen los venecianos.
Cuando te alejas del canal principal y te adentras en los callejones, el bullicio disminuye, pero el olor a sal y humedad te sigue. Es como si el Gran Canal fuera el corazón de Venecia, y sus latidos, las olas, se sintieran en cada rincón. Al final del día, con el sol poniéndose y tiñendo el agua de tonos naranjas y morados, te das cuenta de que no es solo un canal, es una forma de vida, una danza constante entre el hombre y el agua.
Un consejo práctico sobre la comida: aléjate del Gran Canal para comer. Los restaurantes con vistas directas suelen ser trampas para turistas, caros y con comida mediocre. Adéntrate un par de calles en cualquier dirección, busca los "bacari" (bares de tapas venecianos) o las "trattorias" locales. La comida será mejor, más auténtica y mucho más asequible. Y lleva siempre calzado cómodo, aunque flotes, también caminarás mucho.
Léa desde la ruta