¡Hola, exploradores del arte!
En el corazón de Ruan se alza un tesoro que te invita a una inmersión profunda en la belleza: el Museo de Bellas Artes. Al cruzar sus imponentes puertas, te envuelve un silencio reverente, solo roto por el suave murmullo de pasos sobre los pulidos suelos de madera. El aire, denso con el aroma sutil del tiempo y el barniz, parece susurrar historias de siglos. La luz natural se filtra a través de ventanales altos, acariciando las obras con una delicadeza que resalta cada pincelada, desde la solemnidad de los maestros antiguos hasta la efervescencia de los impresionistas que encontraron inspiración en esta misma Normandía. Te verás deambulando por salas donde la historia del arte se despliega ante tus ojos, cada lienzo una ventana a otra época, otra mente. Siente la textura casi palpable de un vestido renacentista, la vibración de los colores en un Monet, la quietud melancólica de un bodegón. Es una danza entre la arquitectura clásica del edificio y la explosión cromática de las galerías, una experiencia que estimula la vista, el olfato y hasta el alma.
Pero hay un detalle que a menudo pasa desapercibido. En la sala del Renacimiento, justo antes de girar hacia la colección del siglo XVII, hay una pequeña vitrina en una esquina discreta que contiene bocetos preparatorios. Si te acercas, notarás que la luz que incide sobre ellos no es la habitual de la sala. Procede de un pequeño tragaluz oculto en el techo, y a ciertas horas de la mañana, ilumina los trazos iniciales con una claridad casi mágica, revelando la fragilidad y la intención original del artista de una manera que las obras finales rara vez permiten ver. Es un instante íntimo, un suspiro creativo que pocos se detienen a escuchar.
Así que ya sabes, la próxima vez que visites Ruan, no solo admires las obras, busca esos pequeños secretos que hacen de cada museo un universo. ¡Hasta la próxima aventura artística!