Imagina que el aire de Berlín te envuelve, fresco, con ese ligero murmullo de una ciudad que nunca duerme del todo. Caminas por una orilla del Spree, y de repente, lo sientes: una mole de piedra se alza ante ti, inmensa, casi imponente. No es solo un edificio; es una presencia. Si extendieras la mano, podrías rozar la base de sus paredes, sintiendo la textura fría y rugosa de la piedra antigua, cargada de historias. El sonido de tus propios pasos se vuelve insignificante ante la escala de este gigante. Es una sensación de asombro que te encoge un poco, pero a la vez te llena de curiosidad por lo que hay dentro.
Entras, y el sonido cambia. El bullicio exterior se desvanece en un eco suave y solemne. El aire es distinto aquí dentro, más denso, quizás con un tenue aroma a madera vieja y piedra, a veces un toque de incienso si hay servicio. Sientes la inmensidad del espacio sobre ti, la altura de los techos que parecen estirarse hacia el cielo. El suelo bajo tus pies es liso y frío, y cada paso resuena, recordándote lo pequeño que eres en este lugar grandioso. La luz, aunque filtrada, te envuelve con una calidez que no esperabas.
Después de absorber esa grandiosidad, el camino te lleva hacia abajo, a la cripta de los Hohenzollern. Aquí, el silencio es diferente, más pesado, más antiguo. El aire se vuelve notablemente más fresco, casi húmedo, y puedes sentir el cambio de temperatura al descender. El espacio es más íntimo, pero la solemnidad es palpable. Si rozaras las frías paredes de piedra, sentirías la quietud que ha permanecido aquí por siglos. Es un lugar que te invita a la reflexión, a sentir el peso de la historia bajo tus pies.
Ahora, prepárate para subir. Sientes la historia bajo tus pies con cada escalón de piedra que asciendes, un ascenso constante que pone a prueba tus piernas. El eco de tus propios pasos te acompaña, a veces mezclado con el jadeo de otros visitantes. A medida que subes, el aire cambia, a veces más cálido, otras más frío, dependiendo de la sección de la escalera. Pequeñas ventanas a lo largo del camino te permiten sentir la brisa y escuchar el zumbido distante de la ciudad, que se hace más claro cuanto más alto llegas.
Y cuando llegas arriba, el viento te recibe con un abrazo fresco, a veces juguetón. Sientes la ciudad respirar bajo tus pies. El sonido de Berlín se extiende por debajo de ti, un murmullo lejano de tráfico, el repiqueteo de un tranvía, el canto de las gaviotas si el río está cerca. Es una sensación de libertad, de perspectiva; sientes la inmensidad del horizonte y la vibración de la vida urbana extendiéndose en todas direcciones.
Para que no te pille desprevenido, aquí va lo práctico: la entrada al Berliner Dom no es gratis, así que tenlo en cuenta para tu presupuesto. Abre todos los días, pero los horarios varían un poco según la época del año, así que echa un vistazo rápido a su web oficial antes de ir. Lo mejor es ir a primera hora de la mañana o a última de la tarde para evitar las multitudes y poder sentir el lugar con más calma.
Un par de cosas más: la cripta, como te decía, es fría, así que si eres friolero, llévate una chaquetita. Para subir a la cúpula, hay muchas escaleras, pero hay un ascensor que te lleva hasta el primer piso, lo cual es un alivio si tienes dificultades de movilidad. Está súper bien ubicado, justo al lado de la Isla de los Museos, así que puedes combinar la visita con otras atracciones importantes sin problemas.
¡Hasta la próxima aventura!
Olya from the backstreets