¡Hola! Acabo de volver de Berlín y, mira, tienes que saber lo que es Mauerpark. No es solo un parque, es una experiencia que te envuelve.
Imagina que llegas un domingo por la mañana. El aire fresco de Berlín te golpea la cara, pero enseguida, el murmullo de cientos de voces te envuelve. No son gritos, es una especie de zumbido colectivo, como si la ciudad entera hubiera decidido reunirse aquí. Sientes cómo el suelo vibra bajo tus pies, no por el tráfico, sino por la energía de la gente, un ritmo constante de pasos, conversaciones en mil idiomas y risas que se escapan al viento. El sol, si tienes suerte, se cuela entre los árboles y te calienta la piel, un contraste con la sombra fresca que ofrecen los puestos. Es un torbellino, sí, pero uno que te invita a sumergirte.
Y justo ahí, te sumerges en el mercadillo. Es una locura maravillosa. Tus dedos rozan la textura áspera de un viejo vinilo, la suavidad de una bufanda de seda de segunda mano, la frialdad de una joya vintage. El olor a ropa usada, a libros viejos y a cuero se mezcla con el aroma dulce de los gofres recién hechos y el picante de alguna comida callejera exótica. Escuchas el regateo en alemán, el acento inglés, el español... Es un concierto de idiomas. Un consejo: si buscas gangas, llega temprano, muy temprano. Lo que no me gustó es que a veces la cantidad de gente hace que sea difícil ver bien las cosas, te sientes un poco como un salmón nadando contracorriente, pero la sorpresa es la variedad infinita de tesoros que puedes encontrar, desde muebles hasta cachivaches absurdos que te sacan una sonrisa.
Pero lo que realmente te atrapa, y te juro que es algo que tienes que vivir, es el karaoke del foso del oso. No hay escenario, no hay luces de discoteca, solo un semicírculo de gente sentada en la hierba y una bicicleta que funciona como amplificador. De repente, una voz, a veces afinada, a veces no tanto, rompe el murmullo. Sientes la vibración de la música en el aire, la energía que se genera cuando miles de personas corean una canción que ni siquiera conocen, simplemente por la alegría de estar ahí. El calor de los cuerpos a tu alrededor, el olor a hierba pisoteada y a cerveza. Me sorprendió la valentía de la gente que sube a cantar, sin complejos. Lo que no funciona es que, si no llegas con mucha antelación, es casi imposible encontrar un buen sitio para sentarse y disfrutarlo de verdad, pero la atmósfera es tan contagiosa que hasta de pie te sientes parte de ello.
Después del karaoke, el parque se transforma en un picnic gigante. El aroma a kebab, a patatas fritas y a café recién hecho te guía. Puedes sentir la suavidad de la hierba bajo tus manos si decides tirarte a descansar, o la aspereza de los adoquines si prefieres pasear. Escuchas a los músicos callejeros, cada uno en su esquina, creando su propia banda sonora: el rasgueo de una guitarra, la melodía de un acordeón, el ritmo de unos tambores. Lo que no me gustó tanto es que, por la tarde, puede haber bastante basura por todas partes, es una pena ver cómo la gente no siempre cuida el espacio. Pero la sorpresa es la diversidad de la gente, familias con niños, grupos de amigos, parejas... todos compartiendo el mismo espacio, creando una comunidad efímera pero vibrante. Es el Berlín más auténtico, ruidoso, caótico y lleno de vida.
En resumen, Mauerpark es un asalto a los sentidos, una explosión de vida que tienes que experimentar con todo tu cuerpo. No es perfecto, no, pero sus imperfecciones son parte de su encanto.
¡Hasta la próxima aventura!
Lola de Viaje