¿Qué haces en la Filarmónica de Berlín? Imagina que te acercas a un edificio que no tiene ángulos rectos, como si una mano gigante hubiera amasado arcilla y la hubiera dejado caer. Sientes el aire de la ciudad, un poco frío, un poco húmedo, que se suaviza a medida que te acercas a sus paredes de color ocre dorado. Caminas por el pavimento, escuchando el eco de tus pasos y el murmullo lejano del tráfico que, poco a poco, se diluye. Es como si el edificio, con su forma única, ya te estuviera preparando para un tipo diferente de sonido, uno que resuena desde su interior.
Al cruzar el umbral, la sensación de espacio te envuelve. No hay pasillos estrechos, sino una vasta cueva dorada, donde el eco de las voces de la gente se mezcla con el suave crujido de los zapatos sobre la alfombra. El aire aquí es cálido, ligeramente perfumado con maderas pulidas y un toque de colonia o perfume de las personas que ya están dentro. Puedes sentir la altura de los techos, la amplitud de los espacios, como si el propio edificio respirara contigo, preparándote para lo que viene. La luz, aunque no la veas, se siente suave y difusa, rebotando en las superficies curvas.
Luego, te guían hacia tu asiento, y la experiencia se vuelve aún más íntima. No es un teatro tradicional; es como si te adentraras en un viñedo sonoro. Sientes la ligera inclinación del suelo, las filas que se curvan a tu alrededor, subiendo y bajando en suaves terrazas. Puedes sentir el terciopelo de la butaca bajo tus dedos, la madera cálida del reposabrazos. El aire se carga de una expectación silenciosa, interrumpida solo por el susurro de los programas y el sonido ocasional de un instrumento afinándose en la distancia, una nota solitaria que se eleva y se desvanece, prometiendo la armonía que está por llegar. Te sientes parte de algo grande, pero a la vez, increíblemente cerca del corazón de la música.
Cuando las luces bajan y la orquesta comienza, ya no hay nada más. La música no solo la escuchas, la sientes. Las vibraciones de los violines te rozan la piel, el profundo resonar de los chelos te atraviesa el pecho, y el estruendo de los timbales te hace vibrar hasta los huesos. Es como si cada nota tuviera su propio espacio, su propio peso, y flotara alrededor de ti, construyendo capas y texturas. Puedes sentir la respiración colectiva de la audiencia, un silencio tan profundo que casi puedes tocarlo, roto solo por la explosión controlada de la orquesta. Es una inmersión total, donde el sonido se convierte en una experiencia física que te envuelve por completo.
Cuando bajan las luces para el intermedio, el murmullo de la gente regresa, pero es diferente, más suave, como si la música aún resonara en el aire. Sientes el movimiento a tu alrededor, el aroma a café recién hecho y a vino que se mezcla con el de la madera. Algunos estiran las piernas, otros simplemente se quedan sentados, con los ojos cerrados, dejando que la última pieza se asiente en su memoria. Al final del concierto, la energía en el aire es palpable. Sales flotando, no solo porque has escuchado música, sino porque la has vivido, la has sentido con cada parte de tu cuerpo. El aire fresco de la noche te golpea de nuevo, pero ahora lleva consigo el eco de las melodías, una huella que te acompaña de regreso a la ciudad.
Oye, un par de cosas prácticas para cuando vayas. Lo primero, las entradas: cómpralas online con antelación si sabes qué concierto quieres ver. Si eres más espontáneo, a veces hay entradas de última hora en la taquilla, pero no te fíes mucho. Para llegar, lo mejor es el transporte público, está muy bien conectado con U-Bahn (Potsdamer Platz o Mendelssohn-Bartholdy-Park) y S-Bahn. Sobre cómo vestir: la gente va arreglada, sí, pero no es obligatorio ir de gala. Con ropa elegante pero cómoda vas bien. Y un último consejo: llega con tiempo, al menos 30-40 minutos antes. Te da margen para encontrar tu asiento sin prisas, ir al baño y simplemente empaparte del ambiente.
Olya desde las callejuelas.