¡Hola, exploradores del alma! Hoy quiero llevaros conmigo a un lugar que no solo se ve, sino que se siente con cada fibra de vuestro ser: el Monte Licabeto en Atenas. No es solo una colina; es un latido de la ciudad que os envuelve.
Imaginad que comenzáis a ascender. El asfalto de Atenas se va quedando atrás, y el aire, antes denso con el murmullo de la ciudad, empieza a clarear. Sentís cómo vuestros pies se hunden un poco en la tierra seca, o cómo el hormigón bajo vuestras zapatillas empieza a inclinarse. El olor a pino, el aroma resinoso y cálido de los árboles mediterráneos, os envuelve, mezclándose con el tenue rastro de orégano silvestre que crece entre las rocas. Escucháis el canto distante de los pájaros, y el bullicio de la vida ateniense se convierte en un zumbido lejano y suave, como el de una colmena dormida. Cada paso es una respiración más profunda, una conexión más íntima con la tierra que os eleva.
Y de repente, llegáis. El viento os acaricia la piel, llevándose consigo cualquier rastro de preocupación. Extendéis los brazos y sentís la inmensidad de Atenas desplegándose bajo vosotros. La Acrópolis, esa vieja dama de piedra, se alza majestuosa, bañada por una luz dorada que la hace vibrar. No solo la veis; sentís su presencia inmutable, su historia anclada en el tiempo. Podéis casi oír los ecos de las antiguas civilizaciones, mezclados con el suave murmullo de la vida moderna que se extiende hasta el mar Egeo. El cielo se tiñe de naranjas, rosas y púrpuras, y sentís cómo el aire se enfría suavemente, marcando el fin del día y el comienzo de una noche mágica, mientras las luces de la ciudad empiezan a parpadear como estrellas caídas.
Mi abuelo, un viejo ateniense con el alma llena de historias, siempre decía que el Licabeto era el corazón dormido de Atenas. No era solo una montaña, sino un guardián. Contaba que, cuando era niño y la ciudad pasaba por momentos difíciles, su propia yiayia lo llevaba al pie del monte. Le decía: "Mira, pedazo de mi alma, esta montaña siempre ha estado aquí. Ha visto todo, y sigue en pie. Cuando sientas que el mundo te aplasta, sube. Desde aquí arriba, tus problemas se ven pequeños, y la fuerza de Atenas te recordará que siempre hay una luz esperando al amanecer." Para él, el Licabeto no era solo una vista; era una promesa silenciosa de resiliencia y esperanza.
Ahora, a lo práctico. Para subir, tenéis dos opciones principales. Si queréis ahorrar energía (o si el calor aprieta), lo más sencillo es coger el funicular. La entrada está en la calle Ploutarchou, en el barrio de Kolonaki. Es rápido y te deja justo en la cima. Si os gusta caminar y tenéis buen fondo físico, podéis subir a pie. Hay senderos que serpentean por la ladera, pero son empinados y pueden ser un poco resbaladizos, así que llevad calzado cómodo y con buen agarre. La mejor hora para ir es sin duda al atardecer, pero también es la más concurrida. Si buscáis más tranquilidad y una luz diferente, probad a ir al amanecer; la ciudad despertando es un espectáculo igual de impresionante y mucho más íntimo.
Una vez arriba, encontraréis una pequeña capilla, la de San Jorge, que es encantadora y un buen lugar para un momento de calma. También hay una cafetería y un restaurante. La cafetería es perfecta para tomar algo rápido, un café griego o una cerveza fría, y disfrutar de las vistas sin prisas. El restaurante es más formal y caro, pero la experiencia de cenar con Atenas a vuestros pies es inolvidable. El funicular tiene un coste, pero la entrada a la montaña en sí es gratuita. Llevad una chaqueta ligera, incluso en verano, ya que la brisa en la cima puede ser fresca, especialmente al anochecer. Y por supuesto, ¡agua!
Hasta la próxima aventura,
Léa desde el camino.