¡Hola! Acabo de volver del Prater de Viena y, uf, tengo que contarte. Imagina un sitio donde el aire nunca está quieto, siempre hay algo vibrando, algo sonando.
Cuando llegas, lo primero que te golpea es una mezcla de olores: dulzón a azúcar quemado, un toque de aceite de churros, y ese inconfundible aroma a metal y electricidad de las atracciones. Escuchas una sinfonía caótica: risas agudas de niños, el estruendo de una máquina que sube y baja, la música de un carrusel, y de fondo, ese murmullo constante de cientos de voces. Caminas y sientes el suelo firme bajo tus pies, a veces un poco pegajoso por algún dulce derramado, y el calor de la multitud a tu alrededor. Es como meterte de golpe en una burbuja de energía.
Luego está la Rueda de la Fortuna, el Riesenrad. No es solo una atracción, es una experiencia. Sientes el suave balanceo de la cabina de madera mientras te elevas, un movimiento lento y rítmico que te calma. Puedes apoyar la mano en el cristal, notando cómo la temperatura cambia un poco a medida que subes, y si hay viento, sentirás una leve vibración en la estructura. Arriba, el sonido de la ciudad se vuelve un susurro lejano, y el aire es más fresco, como si pudieras tocar las nubes. Si vas al atardecer, el sol te acaricia la cara con un calor anaranjado que lo tiñe todo. Es el momento perfecto para sentir la inmensidad de la ciudad extendiéndose bajo ti.
Ahora, el Wurstelprater, la parte del parque de atracciones. Aquí, el caos sensorial se multiplica por mil. El ruido es constante: gritos de emoción, la música a todo volumen de las ferias, el *clack-clack-clack* de las montañas rusas. El suelo vibra con el paso de la gente y el movimiento de las atracciones. El olor a palomitas, algodón de azúcar y salchichas es omnipresente, a veces un poco empalagoso. Lo que menos me gustó fue precisamente eso, el bullicio incesante y la sensación de que cada rincón te pedía dinero. Es fácil sentirse un poco abrumado por tanto estímulo. Si no te gustan los sitios muy concurridos, busca los rincones más alejados de la entrada principal; las atracciones más antiguas suelen estar en zonas un poco más tranquilas.
Pero lo que realmente me sorprendió fue el otro Prater, el "Prater Verde" (Grüner Prater). Sales del bullicio y, de repente, sientes una calma casi irreal. El olor cambia a hierba fresca y árboles, la tierra bajo tus pies se siente más blanda y natural. Escuchas el trino de los pájaros, el susurro del viento entre las hojas, y el ruido del parque de atracciones se vuelve un eco lejano, casi un recuerdo. Hay senderos de gravilla donde el sonido de tus pasos es lo más alto que escucharás, y puedes sentir el sol filtrándose entre las ramas de los árboles, creando parches cálidos en tu piel. Es el contraste perfecto, como si el parque de atracciones fuera la fiesta y el Prater Verde, el remanso de paz para recuperarse. Para encontrarlo, solo tienes que seguir caminando más allá de las atracciones; el asfalto da paso a la tierra y los árboles te envuelven.
Y claro, la comida. El Prater es un festín para los sentidos del gusto y el olfato. El olor a *Langos* (una especie de pan frito con ajo y queso) es adictivo, y cuando lo pruebas, sientes la textura crujiente por fuera y suave por dentro, y el sabor salado que te llena la boca. También hay *Maroni* (castañas asadas), que te calientan las manos, y el dulzor pegajoso de las manzanas caramelizadas. Las salchichas, por supuesto, son un clásico, con ese toque ahumado. Lo bueno es que hay opciones para todos los gustos, desde lo más clásico de feria hasta restaurantes más formales. La mayoría de los puestos pequeños solo aceptan efectivo, así que lleva algo de cambio.
¡Un abrazo desde la carretera!
Mara del mundo